Es frecuente que al interior de ciertas organizaciones se desarrollen algunos vínculos de compañerismo y camaradería, fortalecidos por la búsqueda de un objetivo compartido. Una suerte de espíritu de cuerpo que integra a los miembros de una corporación. Muchas veces, sin embargo, el compromiso con un fin común es confundido con complicidad. Un ánimo de encubrimiento al colega o compañero por el solo hecho de serlo, incluso en perjuicio de las metas institucionales.
Precisamente, este mal entendido espíritu de cuerpo ha sido uno de los problemas que ha aquejado a la Policía Nacional del Perú (PNP) en los últimos años. La desidia, la corrupción e incluso la criminalidad organizada han convivido y crecido al interior de la institución sin una verdadera voluntad de cambio, mellando de paso su reputación frente a la ciudadanía. No es casualidad que, según Ipsos, el 65% de peruanos desconfíe de los agentes del orden, y que al 47% les infunda temor y a un 54% vergüenza.
En ese contexto, parece haber entendido el ministro del Interior, Carlos Basombrío, que para enderezar la situación de la PNP era necesario dejar atrás las actitudes laxas y empezar a dar muestras de que la fiscalización empieza por casa.
Esta semana, por ejemplo, tras el enfrentamiento entre policías y manifestantes en una carretera colindante al proyecto minero Las Bambas que ocasionó la muerte del comunero Quintino Cereceda, el ministro fue claro al aceptar culpas donde las hubo. Y es que, si bien el irregular accionar policial no exime a los manifestantes que tomaron ilegalmente la carretera, aceptar la responsabilidad de la policía por una acción mal llevada es una señal favorable hacia el correcto funcionamiento de la institución.
En efecto, en un pronunciamiento público, Basombrío reconoció que Cereceda falleció por un disparo en la cabeza y que existía responsabilidad de la PNP, en tanto los coroneles a cargo de la operación no cumplieron con el protocolo que exige la ley ni informaron de su realización a sus superiores. Como explicó el ministro, la intervención se gestó con la aprobación unilateral del plan de operaciones presentado por la Dirección de Policía de Apurímac sin dar cuenta al director nacional de Operaciones Militares –su jefe– ni cumplir con los procedimientos policiales vigentes. Agregó, además, que se realizarán las investigaciones necesarias para determinar el detalle de lo acontecido y que los hechos reflejan faltas muy graves que podrían ser sancionadas con la baja y separación de los responsables.
Así también, el pasado 12 de octubre, en una operación simultánea en 14 ciudades del país coordinada en secreto desde Lima, se desarticuló a 14 bandas criminales y se confirmó la captura de 218 delincuentes (entre los cuales se encontraban 50 agentes del orden involucrados con estas organizaciones). En esa oportunidad, el ministro fue enfático al señalar que “si un policía forma parte de una banda organizada criminal, dejó de ser policía y forma parte de una organización criminal”.
Pero, con anterioridad, el titular del Interior ya había dado señales de intransigencia con los policías que hubieran quebrantando la ley, como cuando implementó una comisión para investigar las presuntas ejecuciones extrajudiciales y operaciones realizadas por el supuesto escuadrón de la muerte de la policía, apenas días después de asumido el cargo. El resultado de esta investigación, finalmente, encontró indicios de la existencia de un grupo irregular e identificó como presuntos responsables a un oficial y por lo menos a siete suboficiales.
Este tipo de intervenciones, seguramente, serán impopulares en algunos sectores de la policía y encontrarán resistencia entre quienes se sienten cómodos con el statu quo. Por ello, es importante reconocer la voluntad de cambio y esperar que las decisiones que han empezado a tomarse vengan acompañadas por otras que apunten a una reforma más estructural de la PNP. Digamos, una limpieza de espíritu.