La República. Si nos guiáramos por lo afirmado por el presidente García en su mensaje de Fiestas Patrias tendríamos que aceptar que vivimos en un país en donde la pobreza va camino a su extinción, el analfabetismo está en su última fase, las medicinas sobran en los hospitales, todos los niños en edad escolar reciben una educación en igualdad de condiciones, el empleo crece y los jóvenes se alistan para vivir en un país en desarrollo (con celulares a la mano).
También, los derechos laborales se respetan, nuestras riquezas naturales –como el gas– se venden al exterior no para favorecer a transnacionales voraces, sino para que los peruanos podamos vivir mejor, la cultura es política de Estado y claro, hoy, el primer mandatario puede irse en paz del gobierno en unos meses porque “siento haber cumplido con la oferta de hacer que los últimos fueran los primeros”.
La realidad es distinta. El Perú es un Estado en donde subsiste la inequidad y la desigualdad social, en el que millones de peruanos se hallan marginados de todo acceso a los servicios más esenciales y sobreviven en condiciones de miseria total.
Lo más trágico es que los niños son las principales víctimas de este abandono gubernamental. Es cierto que la pobreza se ha ido reduciendo desde el 2000, producto del crecimiento económico del país, pero, como lo acaba de señalar el reciente informe de Oxfam, tanto ésta como la pobreza extrema siguen siendo altas.
En la costa rural está sobre el 40%, en la sierra rural se empina al 66% y en la selva rural al 57%. ¿Dónde queda la frase presidencial de que los últimos fueran los primeros?
Peor aún: cómo explicarse que el líder de un partido como el Apra, vinculado históricamente al campo, le dedicara apenas unas líneas al agro, cuando en la agricultura rural está una de las claves para reducir la pobreza en la que viven millones de compatriotas en el campo.
Del García que en su primer gobierno lanzara el crédito cero al defensor del retorno del latifundio–ha ordenado a su bancada no insistir en el límite de tierras de 40 mil hectáreas– hay una distancia abismal que sólo puede explicarse en su decisión –no de ahora sino desde el comienzo de su segundo mandato– de ser el principal defensor del gran capital, el amigo de las transnacionales, el enemigo, como ha dicho, del “Estado propietario”.
El Presidente no tuvo otra alternativa en su mensaje que reconocer el fracaso de su administración en la lucha contra las mafias del narcotráfico, que usan a los rezagos senderistas como sus sicarios: somos el primer país productor de hoja de coca, más del 90% de esta producción termina en los carteles que procesan y “exportan” cocaína a Europa, EEUU y otros mercados y se estima que los barones “lavan” o blanquean más de 2 mil millones de dólares en el país.
El narcotráfico, la corrupción y la inseguridad ciudadana (el crimen organizado) son las grandes lacras de la sociedad que en este gobierno lejos de disminuir se han multiplicado.
Cuatro años después el presidente García comprueba que más que “lanzar bombas” en la selva para combatir a las mafias se requiere de una estrategia que combine el combate a los carteles con una política social.
La ausencia del Estado sólo contribuye a más pobreza. Por paradójico que parezca los pueblos del VRAE, que son los principales productores de hoja de coca, son los más pobres.
Cuatro años después el fantasma de la corrupción está enraizado en el gobierno. Las razones están en funcionarios de su régimen o en compañeros de su partido, pero también en su decisión de convertir a los dirigentes de un régimen corrupto y criminal, como el fujimorismo, en sus socios en el Congreso. Y para el cual ha tenido más de un gesto de simpatía.
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