El Comercio. En las postrimerías de su mandato, el presidente Alan García ha decidido mantener una amenaza contra el país, al haber observado la ley que establece una moratoria de diez años al ingreso de transgénicos –u organismos vivos modificados (OVM)– al Perú.
Esto es motivo de grave preocupación, pues sabemos que los transgénicos son una amenaza para la excepcional diversidad biológica que nos enriquece.
El Perú es uno de los pocos territorios en las Américas donde el cultivo de transgénicos aún no es permitido. Ante el agresivo crecimiento mundial de este tipo de cultivos, y a diferencia de lo que ocurre en todos los países vecinos, nuestro país destaca más bien como refugio de biodiversidad.
¿Por qué preocuparnos?
Es evidente que la tecnología transgénica puede producir beneficios. A través de ella se ha logrado desarrollar medicamentos estratégicos, cultivos con mayor resistencia a la sequía y al frío, más nutritivos, etc.
El problema, sin embargo, es el poco control que se tiene una vez que los organismos son liberados en los ecosistemas. El material transgénico, una vez en el campo, tarde o temprano se transferirá a otras especies vecinas y a los cultivos, a través del polen llevado por el viento o por insectos, con consecuencias de todo tipo.
Dado que la mayor parte de las semillas transgénicas posee resistencia a herbicidas, uno de los impactos más documentados es la rápida aparición de malezas también resistentes, por transferencia genética y por adaptación.
Exterminar estas malezas resistentes requiere cada vez más tóxicos, con aumento de costos para los productores y riesgos para la salud de los consumidores. Así, los beneficios iniciales de los transgénicos son anulados.
Otro impacto peligrosísimo es la contaminación transgénica de cultivos orgánicos, lo que lleva a perder la certificación orgánica.
Para el Perú, donde la agricultura orgánica y de productos nativos exportables es una oportunidad comercial para la cual tenemos extraordinarias ventajas comparativas, esa contaminación inevitable ocurrirá si se permite el cultivo de transgénicos en nuestro territorio. Eso es una amenaza mortal.
¿Necesitamos esos organismos?
Se dice que por su mayor productividad, esta tecnología es estratégica para la seguridad alimentaria mundial.
Sin embargo, el 81% de la producción transgénica es destinada a forraje para animales. De los 148 millones de hectáreas cultivadas con OVM en el mundo, solo una fracción es destinada directamente a la alimentación de poblaciones humanas.
De esta fracción, la mitad es soya, cuyo cultivo a gran escala está generando impactos gravísimos a hábitats críticos por su biodiversidad.
Solo en el Brasil, desde 1995, la expansión de los campos de soya transgénica deforesta anualmente un promedio de 320.000 hectáreas de la Amazonía. Procesos similares de deforestación se vienen dando en Uruguay y Paraguay por el mismo motivo.
Los cultivos transgénicos dominantes son más apropiados para grandes extensiones de terreno y no para la pequeña agricultura prevalente en el Perú.
Aquí la agricultura a gran escala solo es posible en la costa, donde el agua es un severo limitante, o implicaría deforestar nuestra Amazonía.
En los Andes es mucho más apropiada la agroecología, que no solo potencia la tradición precolombina de aprovechar la diversidad de pisos ecológicos, sino que aumenta significativamente la productividad de la tierra, contribuye a mejorar la nutrición, reducir la pobreza y ofrece elementos de adaptación al cambio climático.
La necesaria moratoria
La justificación del Poder Ejecutivo para observar la ley de moratoria que impedía por diez años el ingreso de transgénicos está llena de inexactitudes y genera temores infundados.
El Gobierno argumenta que la moratoria podría afectar el comercio con nuestros vecinos del Mercosur, de quienes importamos maíz y soya transgénicos para la producción de alimentos básicos como pollos, lácteos y aceites.
También aduce que obstaculizaría la investigación en biotecnología y que impediría la importación de medicamentos obtenidos a través de ella, poniendo en riesgo a los pacientes que requieren de estos medicamentos. Nada más inexacto.
La moratoria solo impedía el ingreso de transgénicos “con fines de cultivo o crianza”, permitiéndose el ingreso a aquellos destinados para la investigación o para la producción de fármacos para los que no existen alternativas no transgénicas.
Por eso, el comercio de transgénicos sin fines reproductivos no se vería afectado, la investigación en recintos controlados podría darse y los fármacos obtenidos con biotecnología podrían seguir siendo importados.
Dice la observación que bastarán cinco años para establecer los mecanismos necesarios para minimizar la introducción de genes nuevos a especies nativas y para controlar los riesgos de la introducción del cultivo de transgénicos en el territorio nacional.
Pero se promete lo imposible. Dadas nuestras nefastas experiencias con la capacidad del Estado para controlar, supervisar y vigilar las industrias extractivas, cuyos impactos son mucho más visibles y predecibles que la contaminación a nivel genético, ni en cinco ni en diez años podremos controlar efectivamente los impactos de la introducción del cultivo de transgénicos sobre nuestra excepcional riqueza natural y agraria.
Los productos transgénicos están desde hace años en nuestro país, comercializados sin identificación alguna que informe a los consumidores. La moratoria en ninguna forma afectaba este negocio.
La observación del Poder Ejecutivo denota un claro interés en un modelo que solo beneficiará a los comercializadores de semillas, a los productores de pollos y –desde luego– al puñado de empresas multinacionales que producen semillas transgénicas.
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