Caretas. En el número anterior de esta revista (Caretas 2169), un lector identificado como don Manuel Vásquez encuentra contradictorio que yo haya escrito un artículo sobre “la necesidad de verificar informaciones en el periodismo” sin terminar recomendándole a Toledo que se haga la prueba del pelo.
Yo, francamente, no veo la relación entre lo uno y lo otro. Como de hecho no la hay, debo inferir que el señor Vásquez forzó la línea argumental para tener la excusa de preguntarme por qué no me he sumado a la gente que le pide a Toledo que imite a Castañeda y a K. Fujimori, entre otros, y se corte el pelo para verificar si ha consumido cocaína o no.
La respuesta no es difícil en este caso. No he hecho tal recomendación, ni la haré, porque no recomiendo estupideces.
Ese tipo de pruebas, de farisea y ostentosa mojigatería, solo sirve como indicativo de que tras ellas hay por lo menos un bribón.
¿Les parece que hagamos un poco de historia?
En el debate presidencial del 3 de junio de 1990, entre Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, éste intentó descalificar al escritor. “Usted admitió haber tenido una experiencia juvenil de consumo de drogas” acusó Fujimori, con la estridencia nasal que entonces era novedosa, “Eso es gravísimo para quien pretende ser candidato a la presidencia de la república. Porque si queremos la lucha contra el narcotráfico, quien ejerce la presidencia de la república debe tener la moral bien limpia”.
Recuerden que un importante asesor de Fujimori en la discusión y probable autor de ese argumento, fue Vladimiro Montesinos.
Poco después del debate, hubo líderes apristas que sostuvieron que aquella lejana anécdota de consumo virtualmente incapacitaba a Vargas Llosa como candidato.
Cuarenta años antes de ese evento, el asilado Víctor Raúl Haya de la Torre fue acusado por el gobierno de su perseguidor, Manuel Odría, de estar vinculado con el narcotráfico. Ya entonces esa era una fea acusación y muchos buscaron la demostración pública y ostentosa de no haber sido impregnados por aquel vicio secreto ni por su comercio.
Es el tipo de demostraciones que proviene de una triste genealogía. Desde los intentos de probar la “pureza de sangre” hasta la ‘pureza’ (en este caso la impenetración) de orificios corporales, se ha buscado pruebas supuestamente certeras que diagnostiquen y notaricen en cada caso la ‘pureza’ o la supuesta contaminación. Se ha mostrado testigos y certificados; se ha enseñado sábanas manchadas con sangre; se ha examinado ciertas huellas dejadas en el talco como se examina la cocada de las llantas; se ha blandido un mechón de pelo como un certificado de virtud.
Esto último me hace recordar a una notoria magistrada de la Corte Superior de Ayacucho de hace algunos años, que se reclamaba “virgen con certificado”. Porque virgen, cualquiera; pero, digamos, virgen con una suerte de ISO 9000 del himen, solo unas pocas. Asumo que en este caso, el certificado puede haber sido correcto, y que los estándares morales que la ayudaron a tenerlo deben haberla ayudado también, probablemente, en los casos de tráfico de menores por los que fue acusada y en las complicidades con Montesinos que quizá no le fueron lo suficientemente certificadas.
Lo que sucede es que en ese tipo de demostraciones, tanto la prueba como el resultado que presuntamente diagnostica son sinónimos de inexactitud. Y no me refiero aquí ni a la sábana ni al talco sino, precisamente, al mechón.
Hace algunos años, un político inauguró la moda de probar públicamente su limpieza de drogas haciéndose cortar un mechón. Fue un caso de patética hipocresía, por decir lo menos. Es que el mechón, en el mejor de los casos, permite diagnosticar un consumo de hasta seis meses atrás. Si lo hiciste antes; si, por ejemplo, hace tres años quemaste desde el cerebro hasta el bulbo raquídeo pero paraste luego, no quedará traza en tu pelo del siniestro que antaño devastó tus neuronas.
Dicho lo cual, tampoco es cierto que cualquier consumo de drogas incapacite automáticamente para el ejercicio de la función pública. En los años ochenta, precisamente, un político inteligente y cosmopolita tuvo un protagonismo político importante; y ni sus errores ni sus aciertos fueron atribuibles a los ‘pericazos’ con los que eventualmente animaba su jornada.
También en esa década, un famoso discurso de inauguración presidencial fue notable tanto por la elocuencia del orador como por su incesante muequeo. Pero los grandes errores luego cometidos no fueron producto del superávit de clorhidrato sino, en todo caso, del déficit de un cierto mineral.
Consumo y narcotráfico son diferentes, como lo sabe todo estudioso medianamente serio del crimen organizado. Algunos de los más astutos y desalmados narcotraficantes no han probado jamás la droga, porque su maldad necesita lucidez.
La cocaína es mala en casi todos los casos: eso sería aceptado hoy hasta por Sigmund Freud y Sherlock Holmes, dos usuarios efímeramente entusiastas de los tiempos tempranos e inocentes de la droga. Pero con todo lo mala que es, no es peor que la hipocresía y la deshonestidad.
De manera que, si el corte de mechón es más que imperfecto como mecanismo diagnóstico, y si es usado como herramienta de bribones fariseos, ¿qué puede servir entonces?
Si queremos tener un diagnóstico útil de los candidatos que se ofrecen a la presidencia, hagámoslo bien. Por lo pronto, no hay que quedarse en el pelo sino examinarles la cabeza entera, especialmente lo que está adentro y no afuera del cráneo.
EXAMÍNENSE el cerebro antes que el pelo. El mapa vivo de las neuronas puede contar historias más importantes que las que refieran las cabelleras o las calvas.
Ya que estamos en eso, ¿por qué no se hacen un examen médico integral? Los electores lo agradeceríamos. (Podemos exonerarlos del examen a la próstata, a menos, claro, que insistan en pasarlo).
Cuando conozcamos cómo anda su cerebro y el resto del cuerpo, debería venir el examen de a verdad: una auditoría de vida, en la que los candidatos cuenten y certifiquen qué tienen y cómo lo obtuvieron. Cuál es su compromiso con la democracia como valor supremo de nuestra república y cuál con la honestidad en el manejo de los bienes del país entero. La mentira debiera ser descalificadora.
¿No es eso lo que habría que hacer en lugar del ridículo y la hipocresía del mechón?
¿Le recomiendo eso a Toledo? A él y a todos los candidatos. ¿Cuántos pasarían la prueba? Quizá los resultados nos empujarían a considerar la democracia parlamentaria como una útil alternativa. Pero esa es otra discusión.
Escribe Gustavo Gorriti