Esta semana El Comercio volvió a Kepashiato, en la selva del Cusco, esa zona donde hace cuatro meses un grupo narcoterrorista secuestró a 36 trabajadores de Camisea (ver páginas centrales). El Ejército y la Policía, que han sido enviados a la zona, duermen en las escuelas y colegios –que son el nuevo blanco de los narcoterroristas– y su rancho no llega todos los días. Comparten un solo baño y un solo caño entre todos. Cortan su propia leña para cocinarse, no tienen saldo en los celulares y no tienen camionetas ni autos ni motos para movilizarse. Ni siquiera tienen camas, duermen en el suelo en colchonetas y algunos están enfermos de tifoidea.
Los hermanos Quispe Palomino, mientras tanto, continúan matando a soldados y policías que tratan de hacer su trabajo, pues nuestras Fuerzas Armadas son un estorbo para ellos. Ellos, los bien llamados narcoterroristas, que le dan protección a los narcotraficantes, pues estamos hablando de una zona estratégica. De un paso de droga entre Puno, Bolivia, Brasil, Cusco, Lima y quizás muchos mercados más. Y por ese trabajo sucio cobran un cupo gordo y le compran más armas sabe el diablo a quién.
Todos lloramos cuando vimos al suboficial Luis Astuquillca (22) volver, solo y mudo, después de haber caminado más de 10 días para huir de cientos de disparos. Después de haber visto morir a su compañero. Después de haberse tirado de un helicóptero que no pudo aterrizar porque los Quispe Palomino querían derribarlo. Bajárselo con sus poderosas armas, iguales a las de los narcos y aparentemente más potentes que las de nuestras Fuerzas Armadas.
El presidente del Perú es un ex combatiente antisubversivo y sabe lo que es arriesgar la vida. Pero el sacrificio que él conoce tan bien no se retribuye con miseria y abandono. Ni con indiferencia, porque recursos hay. El Perú de hoy los tiene. Si no nos queda otra que ir a la guerra, enviemos a nuestros jóvenes en condiciones dignas, bien alimentados, bien armados.
Los comentarios están cerrados.