En artículo publicado en el portal de radio Nederland, la emisora internacional holandesa, que reproducimos a continuación, el periodista Carlos Cornejo alerta del incremento del sicariato en el país controlado por los cárteles y las mafias del narcotráfico frente a la debilidad institucional y técnica de la policía peruana.
Radio Nederland. Trece muertos en un año a mano de sicarios. Cárteles y mafias que controlan barrios. Laboratorios de cocaína que han comenzado a operar en el Perú. Al frente la policía peruana, débil institucionalmente y poco especializada. El tablero de ajedrez está servido.
“Desde que hace un lustro aproximadamente se generalizó la modalidad del sicariato en el Perú, son muy pocos los casos que han culminado con la detención y condena de los que pagan y ordenan los crímenes”, ha señalado Fernando Rospigliosi, ex ministro del Interior del gobierno del presidente Alejandro Toledo. Y es verdad, no se ha resuelto en casi todos los casos la autoría intelectual de los asesinatos.
El fenómeno del sicariato es de por sí aterrador y su crecimiento en el Perú es explosivo. En un año, en el Perú, 13 personas han muerto a manos de sicarios. El narcotráfico es el patrón del juego. Ha encontrado en la débil institucionalidad del Estado peruano y en los altos índices de corrupción la posibilidad de impregnar, con su hálito de muerte, múltiples esferas de la vida cotidiana de los peruanos.
No es extraño saber de ajustes de cuentas entre colombianos, no es raro enterarse de un motociclista que huyó luego de balear a alguien a plena luz del día; es ya casi noticia habitual en los medios y pasa en todos los distritos de la capital.
La división antidrogas y de criminalística de la Policía Nacional del Perú, desde sus escasos recursos, hace capturas e interviene cargamentos. Sin embargo los datos de cultivo de hoja de coca, según información de Naciones Unidas, hablan de incremento de hectáreas de cultivo de la hoja que además no se condice, ni por asomo, con el total de intervenciones exitosas.
Es decir, frente a tanta hoja de coca, se puede saber aproximadamente cuántos kilos de cocaína se producen. Si se resta lo que se ha capturado, y se resta la coca legal que el Estado permite producir, el resultado a favor del narcotráfico es apabullante.
Algunos expertos señalan que la condición para que estas bandas operen, y las autoridades hagan la vista gorda, pasa porque algo se “quede” en el camino para que la policía pueda evidenciar logros en la materia. Pasa también por “aceitar” algunos funcionarios.
Hasta ahora, tras el retorno a la democracia en al año 2001, no ha caído ningún barón de las drogas; todos son lugartenientes o mandos medios, salvo el caso de Vladimiro Montesinos, el asesor presidencial de Alberto Fujimori, quien se convirtió en el gran narco de la década del 90 gracias a cuyo poder y control eliminó al resto de cárteles que operaban en el país.
Se complica el panorama
Los laboratorios de producción ya no están en México o en Colombia, se han desplazado a territorio peruano. La droga sale básicamente por barco con rumbo a México y a los Estados Unidos.
El brazo armado del narcotráfico, en el monte, son los remanentes de Sendero Luminoso. Ayer asesinos con ideología, hoy asesinos por el vil metal. En la ciudad el “ejército narco” son los sicarios.
Su modalidad de acción se ha extendido y no son pocos los casos en que, desde las cárceles, las mafias ordenan los asesinatos. Se han dado el lujo de asesinar a un director de un penal de máxima seguridad.
Los sicarios son descartables y baratos. Si cae uno hay otro. ¿Pero quién los contrata? La impunidad de los contratantes hace que otros deseen tener sicarios para acabar con sus enemigos.
Enemigos que pueden ser de bandas o cárteles rivales, pero que también pueden ser jueces, fiscales, periodistas, políticos, candidatos y todo aquello que quieran incorporar en esa espiral de violencia.
La policía entre la espada y la pared
Son varios los problemas que debilitan la acción de la policía frente a un enemigo muy complejo de enfrentar.
La reforma policial de finales de los 80, donde se unieron los tres cuerpos policiales que hasta momento operaban en el país, debilitó la especialización de la policía. La poca capacitación desde las escuelas mermó el trabajo policial.
Hubo un momento a inicios de los 90, cuando el Perú aún vivía en medio de la violencia política que desató Sendero Luminoso, en que con una preparación de tan solo seis meses los jóvenes policías eran enviados a las calles a servir: las balas se las tenían que comprar ellos mismos.
Si bien la ley señala que la función policial es de dedicación exclusiva, los bajos sueldos obligan a que los efectivos realicen servicios extras en su tiempo de franco o durante sus vacaciones brindando seguridad a diversas empresas o instituciones.
A nivel de la región sólo se supera a Bolivia en cuanto a las remuneraciones de la policía. En salud, los hospitales para atenderlos carecen de lo básico y más de la mitad de ellos vive por debajo de la línea de pobreza.
La ciudadanía, con los años, le ha perdido la confianza a su policía. Investigaciones serias al respecto señalan que sólo un 7% de la población confía en su policía.
La corrupción es otro de los males detectados en el seno de la institución. El soborno y la coima se pueden evidenciar diariamente en las calles en donde un policía pasa por alto severas infracciones de tránsito por tan solo unas monedas.
¿Cómo enfrentar en esas condiciones a un poder tan corruptor como el narcotráfico y sus sicarios? ¿Cómo pelear entonces, de igual a igual, una guerra que ha situado a la policía peruana al frente de un enemigo de ribetes globales en esas condiciones de desventaja en las que tiene que operar? Con dificultades sin duda, pero la batalla debe continuar.