Dejé atrás el barrullo de la ciudad para sumergirme en el barrio de Pueblo Viejo, el arrabal que fuera en el inicio, la ciudad, el puerto, el punto de partida hacia el fin del mundo.
A las doce del día, cada día, Puerto Maldonado se rinde frente a lo inevitable: cientos de mototaxis rugiendo en todos los frentes, una multitud de recién llegados que apuran el paso decididos a tomar por asalto sus calles y avenidas.
La modernidad, que le dicen, en la más biodiversa localidad del planeta Amazonía.
Pueblo Viejo en cambio, huele a fruta podrida y a estanques centenarios, como es común en las tierras sobre los treinta y seis grados centígrados. Sus casitas de madera, sobrevivientes –casi- de un naufragio inveterado, resisten el paso de los años con esas mismas cercas de madera de poma y techos de crisneja que antaño sirvieron de refugio a los laboriosos grupos de pioneros llegados desde tan lejos para sucumbir en el sueño del caucho y sus beldades.
En Pueblo Viejo, Puerto Maldonado, al igual que en los primeros años del siglo que acaba de pasar, los perros suelen dedicarse al fornicio a tiempo completo mientras sus moradores, cholos, fuertes, laboriosos, mantienen invictos el vicio de la siesta después del obligado alimento del medio día.
En este barrio de pobres al lado del impertérrito río Madre de Dios vivieron hace mucho tiempo los primeros Komori, Higa, Ishikawa, Tamura, Miyashiro, Nakamura, Nishizaka, Otsuka, Ynoue, Imano, Koga, Futugaki, Ikeda, Nishida, Watanabe, Kaway de una historia de mestizajes singulares y repetidas migraciones.
Como está ultima, que tiene esta vez como protagonistas a juliaqueños y puneños atraídos por el rumor de otra fiebre, la del oro.
Aquí, sobre este mismo barro, se fundó en 1902 la ciudad de Puerto Maldonado. Fue el delegado supremo del gobierno de Lima Juan S. Villalta quien le puso tan pomposo nombre, seguro de estar rindiéndole legítimo homenaje al navegante Faustino Maldonado, capitán de audacias increíbles y gesto adusto.
Aquí, sobre esta tierra expuesta a las inclemencias, viven, siguen viviendo los Ucharinas, Begazos, Ikedas, Malleas, de la nueva urbe al pie de la carretera Interoceánica.
En este barrio de otros tiempos una calle se llama La Infancia y en una de sus esquinas observo a un predicador llamando a los feligreses al culto y al costado de su iglesia me topo con el rostro salpicado de viruela de una estilista que se animó a levantar de la nada el mejor centro de belleza en varias decenas de metros a la redonda.
En Pueblo Viejo las sombras que protegen al caminante todavía provienen de los mangos, palos de rosa y caimitos que sembraron sus primeros vecinos.
Y el peque-peque-peque que se escucha a lo lejos, no es producto de la marcha de las embarcaciones que surcan el río sino de las motosierras que cortan las maderas que llegaron del monte para convertirse en muebles, botes y otros artilugios.
En este refugio amazónico en la más andina de las ciudades de la Amazonía del sur del Perú, todavía se respira selva, trópico, calenturas…
En 1923 la ciudad antigua, o sea Pueblo Viejo, fue inundada por el río que volvió a sus andadas dos años después. Pero ninguna crecida como la de 1970, cuando el Madre de Dios y el Tambopata se desbordaron convirtiendo en diluvio universal todo lo que le salía al frente.
La población, a duras penas, hubo de ganar las partes altas y sembrar raíces en un nuevo asentamiento. De a poquitos, los más obstinados, fueron retornando conforme las aguas volvían a su cauce original. Desde entonces los alcaldes y las autoridades del gobierno central se niegan a dar el visto bueno a las obras que la población de este barrio con tanta prosapia necesita aduciendo que la suya es zona de alto riesgo.
Este sector tan viejo del nuevo Puerto Maldonado, hechas las defensas ribereñas que se necesitan y tendida la red de desagüe que urge desde hace tanto, debería convertirse en el barrio emblema – como la Boca, en Buenos Aires o Casco Viejo, en Panamá- de una ciudad antigua en medio del trópico y el vergel amazónico.
Los visitantes se lo agradeceríamos, tendríamos a la mano la foto de lo que fue esta villa en el oriente del Perú poblada en su momento por unos aguerridos hombrecillos llegados desde el lejano oriente del planeta.
Aquí también vivieron los exaltados matarifes que detuvieron a balazos la embarcación que trasladaba al poeta Javier Heraud hace más de cincuenta años y desde Puerto Viejo salieron las descargas que le arrebataron la vida. El cuerpo del vate reposó casi medio siglo en el cementerio Los Pioneros de Puerto Maldonado.
Dicen los entendidos que su tumba fue objeto de reverencia y visita obligada. El recuerdo del joven iconoclasta que murió entre pájaros y árboles vive entre el follaje y las añoranzas…
Texto: Wily Reaño