El Comercio. Nuevamente se escuchan voces extranjeras y nacionales, generalmente bien financiadas, respecto a legalizar las drogas. Entre los firmantes se encuentran ex dignatarios que cuando estuvieron en el poder no pudieron enfrentar al narcotráfico y sus dramáticas secuelas de pobreza económica y moral, así como las consecuencias en la salud individual y social de sus países.
El mensaje simple de los legalizadores es que, “como la lucha ha fracasado, hay que legalizar las drogas”. Esta frase es, sin duda, una clara expresión de la impotencia que experimentan.
Los que desean este giro de 180 grados parecen olvidar que no pudieron combatir la droga, eficazmente, cuando fueron gobernantes.
Asimismo, la violencia generada no los invade en sus vidas cotidianas. Gozan de privilegios de seguridad y que en el caso de contar con familiares dependientes podrían pagar una buena suma de dinero para intentar su rehabilitación en el sector privado.
Son las poblaciones de a pie, en general, aquellas que analizan seriamente lo que sería la legalización de las drogas y su consecuente incremento de consumo y violencia. Y lo demuestran en el Perú a través de sus opiniones: estudios realizados por Ipsos Apoyo arrojan que el 89% está en contra de esta medida. Las encuestas de Cedro dan un porcentaje del 93%.
En el caso de Perú los éxitos alcanzados contra las drogas y su cadena de producción, tráfico y consumo no pueden ser desconocidos.
De 130 mil hectáreas de hoja de coca se logró pasar a 40 mil, y a pesar de que en los últimos tiempos ha habido un crecimiento que, aunque porcentualmente pequeño, es preocupante.
Cabe destacar que a este habría que restarle las aproximadamente 9 mil hectáreas que pertenecen al consumo tradicional, que debe ser respetado.
El proceso de desarrollo alternativo funciona y debe ser acelerado: cultivos como el cacao y el café se encuentran entre las más importantes exportaciones, cuyas excelentes calidades nos han permitido ganar todos los años premios relevantes en los mercados internacionales.
El gran peligro que significa el consumo de drogas se ha visto más o menos estabilizado, y es un enorme problema la edad de inicio en el consumo de las mismas, fundamentalmente de las drogas cocaínicas con su terrible secuela para la salud y la criminalidad y que debido a la producción nacional se encuentran seguramente con los precios más bajos del mundo.
Un país que mira hacia la salud y la promueve debe integrar en esa visión la de luchar contra el uso indebido de sustancias. La prevención debiera ser la herramienta eficaz por excelencia. Se sabe que el tratamiento es arduo y que los costos familiares y de país, desde la salud mental y física, son muy altos.
El Estado cuenta con alrededor de 700 camas para un aproximado de 150 mil a 200 mil dependientes a drogas cocaínicas y cannábicas. La mujer sigue siendo la más postergada en este escenario, pues desde el Estado no existe alternativa de internamiento para ella.
Muy poco se hace además por imprimir una perspectiva de género en los programas ambulatorios de rehabilitación. Los pro legalización parecen no conocer el terrible problema que significa para la familia y para la sociedad el fenómeno de la adicción y la precariedad del país para atenderlo.
Las drogas atentan contra los derechos humanos de las familias y de la colectividad. Es relativamente fácil entrar en el mundo de las drogas y muy difícil dejarlas cuando el circuito de la dependencia se ha instalado. La droga promueve la esclavitud, en la medida que el adicto pierde la libertad para elegir lo bueno.
La gran mayoría de los países son signatarios de las convenciones de las Naciones Unidas contra las drogas. No hay que olvidar que esta surge del problema causado por el fenómeno dramático de las adicciones a las drogas opiáceas, cuyo caso emblemático fue China. Posteriormente se instalaron en diversas partes del mundo las adicciones a la cocaína.
El Perú y su juventud deben ser protegidos de una endemia a la cual sería muy difícil responder si se legalizan las drogas. La brecha entre quienes pueden atenderse de forma más o menos eficiente y de aquellos que difícilmente accederían a una rehabilitación de calidad se agrandaría.
A ello se sumaría restar recursos humanos y financieros a poblaciones que sufren hoy de endemias como tuberculosis, malaria y otras, pues los consumos se incrementarían demandando mayores recursos.
¿Queremos tomar este enorme riesgo? ¿Estamos preparados para asumir un escenario que podría ser catastrófico? Se impone un análisis serio en el que no solo, o necesariamente, las élites den las pautas, sino donde se escuche la verdad de las poblaciones involucradas.
Los comentarios están cerrados.