La decisión de Ricardo Soberón, flamante encargado de Devida, de introducir una pausa en la erradicación de sembríos de coca ha lanzado una llave inglesa al cuestionado engranaje de la política antidrogas peruana. El gobierno anuncia que dentro de una semana todo vuelve a la normalidad, pero el daño político está hecho.
Soberón es un activista en el tema, convencido de que aquí la erradicación en sí misma no funciona, algo en lo cual las cifras le dan la razón. Una de sus tesis es que una concentración exitosa en perseguir al tráfico de cocaína haría que los cocales se erradiquen solos, por así decirlo, por falta de clientes.
La tesis de Soberón, si la hemos entendido bien, no explica por qué ambas persecuciones se contradicen. Quizás es porque los fondos disponibles para combatir al narcotráfico son limitados. En todo caso los EEUU asignan con bastante precisión los recursos que donan para combatir al tráfico, funcionen o no las políticas que ellos financian.
En el caso peruano nuestra forma de erradicar las plantas, de capturar alijos de droga elaborada y de combatir a las columnas guerrilleras del VRAE, nos han convertido en el productor Nº1 de coca y de cocaína. Evidentemente algo no está funcionando. Que es lo que explicaría el nombramiento de un heterodoxo como Soberón.
Para el gobierno el tráfico significa actuar en por lo menos cinco frentes a la vez: erradicar cocales, perseguir cargamentos, perseguir bandas organizadas en algunas ciudades, combatir grupos armados en la selva, y controlar el desborde de delincuencia común violenta que parte de esto produce. Un desafío que cubre buena parte del territorio.
La reacción a la medida de Soberón ha sido tan rápida y automática que hasta ahora no ha permitido mayor discusión. Pero también es cierto que Soberón no preparó el terreno para una medida que de todos modos iba a generar rechazo. Con eso ha reducido las posibilidades de que sus ideas influyan en un cambio sustantivo.
Cuando mencionamos más arriba un daño político, nos referimos a que el diseño de Soberón (tocayo de lo que en Bolivia ha sido el programa Coca sí, cocaína no) no parece aceptable para el gobierno y la mayoría de los medios, pero nadie se atreve a decir que el actual diseño está funcionando, ni que se debe seguir con él.
Es discutible si para hacer la evaluación de las políticas antidrogas es necesario interrumpir la erradicación. Pero sería lamentable que el incidente producido terminara erradicando la evaluación misma. Una tarea que parece exigir algo más que las deliberaciones de Devida, y en cierto modo es parte de los ofrecimientos del actual gobierno.