Policía Nacional vs. crimen organizado

El ex Director General de la Policía, Gustavo Carrión Zavala, publicó en el blog Espacio Compartido que reproducimos a continuación, un artículo titulado «Policía Nacional vs. crimen organizado», en el que advierte que estamos en camino de legitimar la delincuencia como la principal protectora de vidas y bienes de los ciudadanos y reconocer  el claro fracaso de la seguridad ciudadana. En ese sentido coincide con el también columnista de esta página web, Juan Briceño, en la necesidad de consensuar políticas públicas que ayuden a mejorar los niveles de seguridad ciudadana en nuestro país.

Espacio Compartido. Hace algunos días apareció una noticia en un diario de circulación regional del norte del país, en la que daban cuenta que el dueño de una conocida agrupación musical norteña, reportaba sentirse mucho más seguro al pagar la cuota que los extorsionadores le exigían, que esperar la respuesta adecuada de la Policía Nacional.

Decía el causante de la noticia, que cuando le tocó acudir a la dependencia policial para reportar las llamadas con fines extorsivos que le hacían los integrantes de una organización criminal, le exigieron tantos requisitos y pruebas de lo dicho, que antes de ver concretadas las amenazas, optó por transar con los delincuentes, quiénes se encargan ahora de su seguridad. Claro ejemplo del desplazamiento del Estado en el cumplimiento de una de sus obligaciones principales, lugar que viene siendo masivamente copado por el crimen organizado.

Si de las pandillas se trata, un joven habitante de uno de los distritos populosos de la capital, en donde operan dos conocidas pandillas rivales entre sí, declaraba, obviamente sin identificarse, que se sentía más seguro dentro de la pandilla que fuera de ella, pues colectivamente defendían a sus miembros. De no pertenecer a ninguna de las dos, en cualquier momento sería víctima de la violencia de las mismas. Otro ejemplo de lo que logran las organizaciones criminales frente a la ausencia absoluta de políticas publicas de seguridad.

Si se entrevistara fuera de cámara a los propietarios de constructoras, no nos causaría sorpresa que la mayoría haya cedido a las extorsiones de las organizaciones que operan alrededor de esta principalísima actividad económica, atendiendo a la nula acción de los órganos públicos encargados de perseguir el delito y de prevenir su comisión.

Estos ejemplos nos muestran objetivamente que vamos en camino a legitimar la delincuencia como la principal protectora de vidas y bienes de los ciudadanos y reconocer sin ambages el claro fracaso de la seguridad ciudadana en nuestro país.

Cuando se habla de fracaso en temas de seguridad ciudadana, siempre se mira como principal agente de este fracaso a la Policía Nacional y se le atribuye culpa de todo lo que sucede. Esta mirada recurrente a la policía como responsable del fracaso tiene su explicación en la policialización de la seguridad, operada por el Ejecutivo, por la que dejan a la institución policial como única responsable de la seguridad ciudadana.

Igual tendencia se percibe en alcaldes y presidentes regionales, al afirmar con recurrencia que el asunto de la seguridad compete exclusivamente a la policía, llegando al absurdo, como en el caso del alcalde de Lima, de afirmar que no pueden asumir las responsabilidades que la ley de seguridad ciudadana les asigna, porque no tienen mando directo sobre la policía, lo que constituye una clara renuncia a sus responsabilidades y su preocupación exclusiva y excluyente en obras de infraestructura física, que si bien importantes para la ciudad, devendrán en imposibles de utilizar si la delincuencia se apodera de puentes, escaleras, estaciones y las partes del sistema de transporte metropolitano susceptibles de ser capturadas por las organizaciones criminales.

Este mismo desprecio por la seguridad de los ciudadanos, se aprecia en las altas esferas del Gobierno Nacional, que al no contar ni estar dispuesto a diseñar políticas públicas de seguridad consensuadas con todos los agentes involucrados, responde con ofertas de sobrepenalizar las conductas delictivas, desaparecer o aumentar las restricciones para acceder a beneficios penitenciarios, en una tendencia eminentemente punitiva que suena musicalmente en los oídos de la desesperada población, que aplaude por el miedo generalizado que se aumenten penas, que se implante la pena de muerte o lo que es más grave, consiente que los policías se conviertan en asesinos de delincuentes en una peligrosa tendencia hacia la legitimación del asesinato como medio para combatir la inseguridad.

Otra de las respuestas apresuradas, es el tratar de poner más policías en las calles, para lo cual se han abierto indiscriminadamente escuelas de “formación” de policías, para poder satisfacer la oferta cuantitativa de policías sin importar si estos policías han sido lo convenientemente preparados para enfrentar no sólo a la creciente delincuencia, tampoco están preparados para oponerse a los métodos sofisticados que viene implementando el crimen organizado.

Estos nuevos policías, endeblemente formados profesionalmente, con pésimas condiciones laborales para cumplir sus funciones, mal estimados, mal remunerados y con el estigma de una ley disciplinaria que se les aplica con excesiva punición, cuando nunca fueron lo suficientemente habilitados para cumplir la función, sin incurrir en las faltas que sanciona esta famosa “ley Cabanillas”.

Los policías mejor adiestrados se forman en las escuelas patrocinadas por la cooperación norteamericana en la lucha contra el narcotráfico, pero entiéndase que se les adiestra en la persecución de este delito que afecta al Estado, pero que los éxitos obtenidos, reales o aparentes, no influyen en la disminución de la inseguridad que viven el común de los ciudadanos.

El desprecio por la seguridad de los ciudadanos se puede percibir en las palabras de defensa del presidente García al director de la Policía, al cual reconoce públicamente su supuesta acertada gestión cuando le cupo dirigir la unidad especializada en la persecución del tráfico ilícito de drogas, pero en momento alguno resaltó que tuviese grandes logros en temas de disminución de la inseguridad, e inclusive le da el espaldarazo definitivo al afirmar que la embajada norteamericana le reconoce al actual director general de la Policía sus éxitos en la lucha contra este delito de lesa humanidad, ergo no importa la validación ciudadana, importa la certificación extranjera.

Cuando decimos aparentes éxitos, nos sustentamos en las estadísticas oficiales de incautación de droga durante los últimos 20 años, que incluyen la gestión de Hidalgo, que no han superado el 5% del total de droga producida, lo que representa un evidente fracaso en la persecución de este delito.

Solamente como ejemplo, en el año 2009, el Perú, que es el principal exportador de cocaína en el mundo, sólo logró incautar 16 toneladas de esta droga, y el Ecuador que es un país principalmente de tránsito y sin cooperación norteamericana, logró incautar 11 toneladas, y es de suponer que la mayor cantidad de estas 11 toneladas representan las que no pudo incautar la policía peruana.

Los supuestos grandes éxitos de la lucha antidrogas, está representados, según el presidente García, por las investigaciones a organizaciones que se dedican o que se dedicaron a este infame tráfico, y asumimos que es correcto se persiga a estas organizaciones, empero, no creemos que el prestigio de la Policía y de sus altos mandos esté exclusivamente centrado en la lucha contra este flagelo, dejando siempre pendiente el afrontar con seriedad los temas de la inseguridad ciudadana.

Si como sostiene acertadamente Juan Briceño, no consensuamos políticas públicas de seguridad y le damos organicidad al esfuerzo, es poco lo que se puede esperar, menos aún de la actual administración que estando casi de salida, poco o nada le interesa dar inicio a un proceso serio de lucha contra la inseguridad, que no rendirá mediáticamente por ser un aliento de mediano plazo, pero que es urgente asumirlo con responsabilidad en vías de consolidar una cultura de certeza, que imponga nuevas formas de vivir que se opongan a los riesgos a que nos somete la sociedad moderna. No permitamos que las organizaciones criminales se legitimen como prestadoras de servicios de seguridad.