El silencio en los bosques de Panguana tiene el suave sonido del río, el intenso canto de monos, loros y papagayos, el rumor de la lluvia que cae y desaparece entre la copa de los viejos árboles. En este paraíso ubicado en la provincia de Puerto Inca, a tres horas por carretera desde Pucallpa, más una hora en bote desde el distrito de Yuyapichis, el silencio es la ausencia de ciudad. No hay voces ni motores. Nadie grita. El área de conservación privada Panguana guarda el silencio de un bosque virgen. La protectora de este paraíso es Juliane Koepcke, la única sobreviviente del trágico accidente aéreo de Lansa de fines de 1971. “La selva me salvó la vida, ahora yo quiero salvarla a ella”, dice.
Panguana es una estación de investigación biológica –la más estudiada del Perú– que los padres alemanes de Juliane inauguraron en 1968. Y desde 2011 sus 800 hectáreas –que forman parte de la zona de amortiguamiento de la Reserva Comunal El Sira– son consideradas por el Estado peruano como una área de conservación privada.
Juliane es peruana. Nació en Lima, estudió sus primeros años aquí, tiene DNI y le encanta la cumbia de la selva. Tiene en Alemania una colección de más de 20 discos, que incluyen los éxitos del grupo más famoso en Huánuco por estos días: Pata María. “Los escucho mientras cocino”, dice al otro lado del teléfono, desde Múnich, donde soporta temperaturas de cero grados: “Hace tanto frío aquí, extraño el calor de mi selva”.
EL ACCIDENTE DE 1971
– ¿Cómo enfrentar el dolor luego
de una tragedia?
– Venciendo el miedo, dice.
Tras el accidente, Juliane Koepcke viajó a Alemania y estudió Biología. Durante años tuvo pesadillas con la caída del avión, pero nunca con la oscuridad ni la soledad del monte. Tenía 17 años cuando la nave de Lansa se estrelló contra el bosque de Huánuco el 24 de diciembre de 1971. En ese vuelo iba también su madre. De los 92 pasajeros, solo ella sobrevivió. Deambuló 10 días en la selva: desorientada, con hambre, una clavícula rota, una rodilla dañada, decenas de cortes en las piernas, sin lentes, un solo zapato y gusanos en sus heridas, se dejó llevar por el cauce de un río hasta que un barco la encontró.
El azar hizo lo suyo en medio de la tragedia: la caída del avión ocurrió a 50 km de Panguana, sobre un tipo de ecosistema parecido al que ella ya conocía. “Yo le debo la vida a ese bosque, sobreviví porque lo conocía, había pasado todo el año anterior en la estación biológica con mis padres y sabía cómo orientarme”. En 1976, al terminar la universidad, Juliane volvió al Perú para una serie de investigaciones sobre la biodiversidad de Panguana.
“Nunca pensé dejar la selva, fue la vida de mis padres y es mi vida ahora”. Juliane Koepcke superó el dolor con el arraigo.
LOS ÚLTIMOS BOSQUES
En Huánuco, durante los últimos 30 años miles de hectáreas de bosques ya han sido degradadas, primero por la agricultura y, sobre todo, por la intensa actividad ganadera. La presión minera informal busca ahora extender aun más el desastre.
Panguana es uno de los últimos respiros de la región: aquí basta caminar diez minutos para encontrar una especie casi extinta en la Amazonía, un enorme y centenario árbol de caoba en pie. Un milagro para quienes siempre lo hemos visto ya listo en trozos para el mercado ilegal.
Si varias zonas de Madre de Dios son el final de una historia de desastres ambientales causados por la minería aluvial, lo que ocurre en Puerto Inca resume el inicio de la devastación. Desde el año pasado el número de petitorios mineros se ha incrementado y, aunque carezcan de autorización para trabajar, este único documento les basta a los mineros ilegales para ingresar su pesada maquinaria y comenzar a explotar. Hace dos semanas se incautaron seis máquinas, pero quedan más y muchas de ellas ya están operando (destruyendo).
La fiebre aurífera no es reciente en Huánuco. Desde los años sesenta decenas de aventureros llegaron buscando oro. “Usaban sus bateas para extraer el metal, pero lo que quieren hacer ahora es destruir los bosques, las máquinas generan un impacto irreversible”, denuncia Koepcke. Aún hoy es posible observar a mineros artesanales a lo largo de varias quebradas, pero también, a hora y media de camino, uno encuentra dragas, retroexcavadoras y cargadores frontales que remueven toneladas de tierra.
El difícil acceso a Panguana ha garantizado su protección. Este año, sin embargo, empresarios mineros chinos convencieron a las comunidades asháninkas de la zona sobre la necesidad de construir una carretera que penetre Panguana, cerca de donde ellos tienen un petitorio minero. La maquinaria fue incautada, pero el alcalde distrital de Yuyapichis pretendió definir el trazo de esta carretera en una reunión comunal, sin estudios técnicos ni especialistas.
La amenaza es tangible. Hasta ahora la Dirección Regional de Minería de Huánuco no suspende el pedido de concesión formulado sobre esta área de conservación.
EL CAMINO AL PARAÍSO
Panguana lleva el nombre de una perdiz de la selva y el río que la baña, el Yuyapichis, significa en quechua río mentiroso. “Parece tranquilo, pero te engaña, cuando llueve crece intempestivamente y es peligroso”, refiere Carlos Vásquez Modena, a quien todos llaman Moro, el fiel administrador de Panguana. Es él quien dirige el bote sobre este sinuoso río de espesa niebla en las mañanas y aguas claras con playas blancas en la tarde.
Dos veces al año, Juliane deja Alemania y viene a Lima. Vuela a Pucallpa, continúa tres horas por tierra por la carretera Fernando Belaunde, surca la cuenca del gran Pachitea, ese río de sinuosa belleza y esporádicos remolinos que Herzog retrata en “Fitzcarraldo”; luego ingresa por el río Yuyapichis, avanza media hora y un precioso y enorme árbol de lupuna le da la bienvenida a Panguana. Allí la esperan Moro y su familia, y ese paraíso que ella odia que llamen infierno verde. (Nelly Luna)
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