El valle del Monzón en Huánuco ha sido durante décadas una “zona liberada”. Allí no podía ingresar la policía, la presencia del Estado era simplemente inexistente y tanto el terrorismo como el narcotráfico hacían y deshacían a su antojo. Regía la ley del más fuerte, del terror o de la mafia. La posibilidad de aplicar planes de erradicación de los cocales existía solo en la imaginación de los estrategas del gobierno.
Sin embargo, parece que las cosas están empezando a cambiar: la otrora poderosa Central Nacional de Cuencas Cocaleras del Perú (Cenacop) ha optado por el diálogo y –aunque a regañadientes y pidiendo algo más de tiempo– ha terminado por aceptar un programa de erradicación. Hasta ahora, el gobierno ya avanzó con 800 hectáreas y se ha propuesto erradicar el total de las 8 mil hectáreas de cocales existentes en el valle este mismo año. A cambio ha ofrecido la aplicación de un plan integral de desarrollo y cultivos alternativos coordinado por Devida.
La cooperación de dicha organización de cocaleros no fue producto de la buena voluntad. Más bien se debió a un persistente esfuerzo del gobierno por demostrar su decisión de que la ley y el Estado de derecho se impongan en la zona.
Los hechos más relevantes de la mencionada iniciativa gubernamental de recuperar el Monzón los podemos encontrar si retrocedemos algunos años en el tiempo. En noviembre del 2010 la exitosa operación policial Eclipse logró detener a siete dirigentes de la Cenacop por una presunta colaboración con Sendero Luminoso e involucramiento con el narcotráfico. En esa operación se consiguió capturar a sus dos líderes más connotados, Iburcio Morales y Eduardo Ticerán (el primero falleció en la cárcel y el segundo está detenido en Piedras Gordas). Luego, en febrero del 2012, tras una operación ejemplar las fuerzas del orden capturaron al cabecilla senderista Florindo Eleuterio Flores Hala, más conocido como ‘Artemio’, responsable de liderar numerosos actos terroristas en las últimas décadas y acusado de participar en el asesinato de 150 personas y de cometer los delitos de narcotráfico y lavado de activos.
Unos meses más tarde el gobierno, a través del Proyecto Especial de Control y Reducción de Cultivos de Coca en el Alto Huallaga (Corah), realizó operaciones de erradicación en las márgenes del Monzón con la oposición de la Cenacop. Entre 800 y 1,000 cocaleros trataron de evitar que la Policía apoyara la erradicación de sembríos de coca atacándola con objetos contundentes y armas de fuego (incluso después del enfrentamiento se encontraron cartuchos de dinamita que aparentemente trataron de usar los atacantes). Su violenta resistencia, al compás del grito “coca o muerte”, trajo como resultado el fallecimiento de dos campesinos y que otros cinco terminaran heridos. Pero el Estado decidió no retroceder y dar un claro mensaje: no se detendrá hasta erradicar toda la coca.
La suma de todas estas victorias y la muestra de la determinación estatal permitieron, finalmente, que empiece a calar la idea entre los campesinos de dejar la coca y pasar a otros cultivos.
No obstante todo lo anterior, aún falta demostrar la misma firmeza en las líneas complementarias del combate al narcotráfico. A saber, el control de insumos químicos a cargo de la Sunat, la investigación de las firmas y del lavado de activos a cargo de la Dirección Antidrogas (Dirandro), y el corte del renovado puente aéreo hacia Brasil y Bolivia a cargo de la FAP. Y, naturalmente, el primero en presumir de firmeza en la lucha contra las mafias de la droga tiene que ser el Poder Judicial.
Es, entonces, una buena noticia que el gobierno demuestre que el Estado de derecho puede reinar sobre la violencia, la anarquía y el terror. Hay que celebrar que, por lo pronto, en el Monzón las dos únicas opciones hayan dejado de ser coca y muerte.