Las leyes solas, sin la necesidad política de comprarse el pleito para hacerlas cumplir, solo sirven para socavar la autoridad del que las da…
“Ahora sí”, pensaría más de uno cuando vio el anuncio oficial, tan formal y decidido, por parte del primer ministro y el ministro de Justicia, de la creación del delito de la minería informal, con 4 a 8 años de cárcel. La verdad, sin embargo, es que “ahora” no ha cambiado nada. Las leyes solas, sin la necesidad política de comprarse el pleito para hacerlas cumplir, solo sirven para socavar la autoridad del que las da. No hace falta ser científico político para saber que es contraproducente hacer amenazas que uno no está dispuesto a cumplir. Esperemos, por eso, que el papel asignado a las Fuerzas Armadas en el marco de una interdicción que se anuncia y parece decidida, se sostenga en el tiempo y no termine en el agotamiento, como ya ocurrió antes.
Antes de la promulgación de esta ley, la minería informal ya era delito. No con nombre propio, sino como delito de contaminación (Título XIII del Código Penal). Fue así como a fines del 2011 el Gobierno Central pudo realizar una operación en Madre de Dios (donde la minería ilegal ya había acabado con 18.000 hectáreas de bosques) que a muchos nos sorprendió por firme y convencida. Se destruyeron 110 dragas ilegales y se redujo al 30% la minería ilegal en solo un mes. Hasta que estalló “la protesta social”, se quemaron 25 negocios particulares y se bloquearon 3 kilómetros de la Interoceánica,lográndose que la cosa acabe en una de nuestras pintorescas “mesas de diálogo”, donde el gobierno se comprometió a suspender la operación.
Así las cosas, ¿de qué sirve que dictemos uno, dos o treinta tipos penales nuevos para combatir la minería informal? Son todas amenazas vacías. “Hostias sin consagrar”, como, según cuenta Ricardo Palma, llamaban los antiguos limeños a las cédulas reales que llegaban de la metrópoli para ser “acatadas pero no cumplidas” en el Perú. Y es que conviene recordarlo, la tradición de tener a la ley pintada en la pared no es nueva entre nosotros.
La minería informal es, de lejos, el peor de los enemigos que tiene el ecosistema peruano. Los mineros ilegales depredan ríos, destruyen bosques y contaminan sin control (y sin siquiera pagar impuestos) en 13 regiones del Perú, librados totalmente de las regulaciones y fiscalizaciones de control ambiental que sí alcanzan a los mineros formales. Y todo ello, con el elocuente silencio de los supuestos defensores del ambiente. ¿O alguien como Gregorio Santos, Wilfredo Saavedra o el padre Arana alguna vez han dirigido una marcha contra la minería informal? ¿O en Tambogrande ha habido alguna “protesta social” contra los quince mil mineros informales que inmediatamente después de que se paró el proyecto formal tomaron el lugar, sometiéndolo a una auténtica masacre ecológica?
A la minería ilegal no se la va a combatir con más leyes. Solo se la puede vencer como a cualquier otro tipo de delincuencia: en la cancha. Esto requiere, antes que nada, de la decisión de enfrentar las protestas y los desmanes que los propios delincuentes, naturalmente, van a protagonizar y azuzar, ya que nadie suelta un negocio lucrativo con alegría. Las Fuerzas Armadas intervendrán, pero vale recordar que esta no es una lucha de corto tiempo, requiere resistencia y asumir los costos políticos sin desmayar.
No existe negocio delincuencial que pueda enfrentarse sin firmeza y mientras el gobierno no la encuentre, es mucho mejor para todos que guarde un púdico silencio a que despliegue bravatas legales que luego servirán solo para cubrir su autoridad de la peor de las carcomas. La del ridículo.