«Madre de Dios: Apocalipsis now»

(Carlos Basombrío) En el año 2000, en Choropampa, se derramaron por accidente 150 kilos de mercurio destinados a Yanacocha. Han pasado casi diez años y las denuncias, los juicios y las indemnizaciones continúan. En Madre de Dios, los mineros ilegales arrojan cada año a la naturaleza 40 mil kilos de mercurio. Es decir, tienen lugar 150 ‘choropampas’ (intencionales) cada año.

El horror ambiental no se acaba allí ya que se han deforestado 150 mil hectáreas que, como se vio en las fotos que ha publicado El Comercio, parecen arrasadas por el napalm que algunos añoran. (Que haya algunos dirigentes nativos con denuncias penales por ser también mineros ilegales en la región es inaudito).

De la mano de la depredación viene la violación a todos los derechos humanos. Huepetue, los ‘Deltas’ y, en los últimos años, ‘Guacamayo’ son lugares sin ley, en los que se han refugiado fugitivos de la justicia, donde no se paga impuestos y se produce una acumulación salvaje que no deja nada para la región ni para el país.

En ellos conviven el trabajo infantil y adulto en condiciones inhumanas con la trata de personas y la prostitución. Allí mueren cientos de seres humanos cada año –según estimados de los sacerdotes de la región–, principalmente por accidentes, dadas las pésimas condiciones de la explotación, pero también por asesinatos. Todos son enterrados en el sitio, sin más.

La minería ilegal en Madre de Dios está muy lejos de ser el escenario de la sobrevivencia de migrantes trabajando en ‘microempresas’. Puede que hace décadas empezase así, pero hoy es una industria ilegal que mueve grandes capitales y que explota inmisericordemente a sus trabajadores. (¿Quién les vende las enormes máquinas con que operan? ¿Quién les da mantenimiento?).

La minería ilegal –con algunas o todas las características descritas– no es exclusiva de Madre de Dios. Está en Puno, Cusco, Arequipa, Ica, Áncash, La Libertad, Piura, entre otros lugares.

¿Cómo puede ser que todo esto ocurra en el Perú en pleno siglo XXI? Sin duda, la principal responsabilidad es de un Estado virtualmente ausente o indiferente (unas cuantas declaraciones de Brack no hacen verano) pero, a la vez, cómplice (un fenómeno de esa magnitud solo se entiende por una cadena de corrupción y muy buenos contactos con el poder).

Hay, también, una responsabilidad importante de los defensores del medio ambiente que, como corresponde, son muy exigentes a otros niveles, pero que frente a este tema guardan un silencio ominoso.

Los peruanos debemos aspirar a vivir en un país donde se respeten los derechos humanos y el medio ambiente. Ni en uno ni en otro ámbito cabe relativizar el discurso y la acción por consideraciones de orden político, cultural o social. Debemos exigir, a todos, los más altos estándares.

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