En el inicio de los tiempos, el páucar asesinó a todos los jóvenes que se le acercaban, disparando las plumas de su cola como flechas.
—¡Chiseketereeee! —decía acribillando a decenas de jóvenes desnudos, que caían muertos al pie de su árbol, un gigantesco árbol de maní—. ¡Ashpaketereeeee!
Cuando ya no quedaba casi nadie vivo, se acercó un anciano hechicero al árbol gigantesco. El páucar lo miró un rato con sus ojos azules y luego le apuntó con la cola negra y amarilla.
—¡No me matas! —gritó el anciano, llamado Hanobo—. Solo quiero tu maní.
El páucar, agradecido de que por fin alguien se dignara a hablar con él, no solo dejó que el hechicero y su gente recolectaran el maní. Además, les enseñó a sembrar, a cocinar sus alimentos y a preparar la uma (un especie de chicha de maíz fermentado y plátano maduro).
Desde ese día, la gente de Hanobo se llamó a sí misma “iskobakebo”, que significa “Hijos del Páucar”.
Ahora, las tres últimas descendientes de Hanobo llaman a su pueblo “iskonawa” (algunos escriben isconahuas). “Isko” es páucar y “nawa” es foráneo, extranjero o, quizás, exiliado.
Pero de ellas y su exilio hablaremos más adelante.
Todavía estamos en el inicio de los tiempos y los Hijos del Páucar acaban de conocer la agricultura y la cocción. A diferencia de sus vecinos, los shipibos, que son ribereños y que por eso tuvieron contacto rápido con la cultura occidental, los iskonawa se adentraron más al monte. No pescan; esa es una costumbre shipiba. Lo que más les gusta a los iskonawas es el sajino trozado y ahumado.
(Eso sí, antes de cazarlo, le piden permiso a su yushin, su espíritu, tal como se los enseñó el páucar.)
Los shipibos y los iskonawas hablan idiomas parecidos pero distintos. Como el español y el portugués. No son dialectos, son lenguas de la familia lingüística pano, extendida entre las cuencas amazónicas de los ríos Ucayali y Madre de Dios.
El iskonawa es un idioma musical, lleno de verbos que son, en realidad, onomatopeyas. Esto, en teoría, evidenciaría una lengua poco abstracta. Sin embargo, también es bastante compleja: tiene hasta siete formas de conjugar el verbo en pasado (en español solo hay dos).
Por ejemplo, tendrían una forma distinta para conjugar los verbos del siguiente párrafo:
Hace mucho, mucho tiempo, los iskonawas eran cientos, quizás miles. Pero un día decidieron cruzar un río. Mala idea.
Quizás por un momento se olvidaron de las lecciones del páucar y no pidieron permiso al río. Estaban a medio camino cuando, de pronto, una shushupe gigantesca, una víbora con un lomo como serrucho, tsaass tsaass tsaass y cortó los puentes que habían tendido. Los maderos cayeron res res res al agua.
Un grupo había cruzado y el otro, no. Los Hijos del Páucar fueron separados.
—Ahora somos enemigos —se dijeron de una orilla a la otra—. Cuando yo te vea, te voy a matar. Y cuando tú me veas, me vas a matar.
Los que cruzaron el río siguieron rumbo hacia lo que no sabían que (o quizás todavía no) era la frontera con Brasil, hacia lo que ahora es el norte de la Zona Reservada Sierra del Divisor.
En los últimos meses, la ONG Pronaturaleza y la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental han emprendido una campaña para convertir a la Sierra del Divisor en un Parque Nacional, la máxima categoría de protección ambiental posible. Un comité del gobierno deberá tomar una decisión en julio de este año.
Buena parte de la zona reservada ya está lotizada a madereros, mineros y a la petrolera colombiana Pacific Rubiales. Ascenderla a Parque Nacional podría salvar a la reserva de la depredación total.
Se dice que los iskonawas que viven en la Sierra del Divisor son “no contactados”, pero eso es un error. Hay reportes, que datan desde 1690 pero son más frecuentes en el siglo XX, de múltiples contactos con este pueblo. El patrón es el mismo: violencia. Asesinatos, robos, violaciones, esclavitud. No es sorprendente que su situación exacta sea, más bien, “en aislamiento voluntario”. Lejos de nosotros.
Pero los que se quedaron de este lado del río no pudieron mantenerse aislados.
Hace medio siglo, la chica que todavía no se llamaba Juanita vio pasar un avión. Se asustó como si hubiera visto un meteorito. Pasó una, dos, varias veces. Volando bajito. Con mucho ruido. Y luego desapareció.
Juanita sabía que el avión, o nai itsa en su idioma, no auguraba nada bueno.
—Está viniendo mestizo para matar a nosotros —le dijo su joven esposo—.
Pero no eran mestizos los que venían en el nai itsa, sino dos misioneros evangélicos norteamericanos: Clifton Russel y James Davidson, de la South American Indian Mision. Era agosto de 1959.
Para entonces medio centenar de iskonawas vivían al pie del imponente cerro El Cono, quizás la última maravilla natural escondida del Perú. Su belleza simétrica, verde, solitaria, supera las palabras, en español o iskonawa. Ha sido llamado “el Alpamayo amazónico” por los pocos que han tenido el privilegio de toparse con él en medio de la más profunda selva baja ucayalina, al sur de la Sierra del Divisor.
Para la chica que todavía no se llamaba Juanita, ese cerro era el Ruebiri y cantaba así:
—Juoooooaaaaaaah, así hacía Ruebiri —dice Juanita, ahora una coqueta bisabuela—. Hueco era. Por eso cantaba. Entraba mi abuelo por el hueco, como puerta, para hablar con su yushin, su espíritu.
Desde su avioneta, Russel y Davidson vieron las chacras de yuca al pie del Ruebiri. Y también vieron indígenas completamente desnudos. Los iskonawas vivían yurujaba, calatos. Algunos hombres se amarraban a la cintura un hueso de venado con el que se cubrían el pene. Las mujeres se colgaban una concha en el tabique nasal. Eso era todo. No hay un traje típico iskonawa; ellos vivían yurujaba.
La Biblia manda vestir al que está desnudo. Así que los misioneros emprendieron una azarosa marcha de diez días hasta llegar al pie del Ruebiri, junto a sus guías, los shipibos Roberto Rodríguez y Sinforiano Campos.
(Por ellos es que los iskonawas suelen apellidarse Rodríguez o Campos).
Si se hubieran encontrado con cualquier otro quizás la historia habría terminado, violentamente, aquí. Pero el grupo tuvo la suerte de tropezarse primero con el jefe del pueblo, Chachibai, que estaba en su chacra junto a su hijo. Los shipibos se adelantaron y les hablaron en un idioma que para ellos debe haberles sonado como el francés a nosotros:
—¡No nos matas! —entendió Chachibai que decían los shipibos—. Vas a comer maquisapa.
Era su forma de ofrecerles una vida mejor: el maquisapa es una presa difícil de cazar. Chachibai accedió a llevarlos a su pueblo.
Pero no, no vivieron mejor.
Hace tres años, el lingüista Roberto Zariquiey, especialista de la PUCP en lenguas amazónicas, estaba trabajando su tesis de doctorado en Ucayali, cuando le pidieron ayuda para una shipiba. Zariquiey fue al hospital de Yarinacocha y allí conoció a Nelita Campos, que estaba muy grave.
—Yo no soy shipiba —le dijo Nelita cuando empezó a recuperarse—. Iskonawa soy.
A Zariquiey se le encendieron todas las alertas. ¿Quedaban iskonawas vivos? En algunos catálogos idiomáticos el iskonawa figura como extinto. Los iskonawas contactados en los 50 se habían desvanecido, desperdigados por todo Ucayali.
Aquella vez, Russel y Davidson no tuvieron mejor idea que “civilizarlos”. Los sacaron del pie del Ruebiri, los vistieron como manda la Biblia y los llevaron a Callería, a vivir a un poblado shipibo llamado Nuevo Jerusalén. Las enfermedades diezmaron a casi todos.
—Cuando vivía en Ruebiri no me enfermaba. ¡Nada! —dice Nelita, quien tenía unos 10 años cuando llegaron los misioneros—. Acá hay bastante enfermedad.
Luego, en los 70, la hija de Russell murió ahogada en la selva y los misioneros regresaron a los Estados Unidos. Los pocos iskonawas sobrevivientes quedaron abandonados a su suerte. La mayoría se fue de Nueva Jerusalén. Una verdadera diáspora.
Por medio de Nelita, durante tres años Zariquiey se dedicó a reunir a los últimos iskonawas «contactados». Su proyecto: la documentación, el registro y la revitalización del idioma iskonawa. A través de la PUCP, donde es profesor del Departamento de Humanidades, y la Tufts University, consiguió un financiamiento de la National Science Foundation.
Según The Economist, salvar un idioma cuesta 192 mil dólares por un trabajo de tres años. Zariquiey y su compañero José Mazzotti, investigador de la Tufts, no han conseguido tanto dinero. Pero tienen un plan.
Anteayer, llegamos al Zambito, una ex discoteca convertida en albergue en el caserío de San José, a 40 minutos de Pucallpa. Aquí, una decena de iskonawas, reunidos desde distintos rincones de Ucayali, está trabajando junto a Zariquiey, que les paga una remuneración semanal por su tiempo.
De los diez, solo cinco, los más viejos, hablan iskonawa fluidamente y aseguran pensar en ese idioma. De ellos, dos, los varones, están casi sordos. José Rodríguez, que alguna vez se llamó Chibi Kanwa, se sienta y mira al grupo con una sonrisa. Pablo Rodríguez, esposo de Nelita desde que ella tenía 10 años y él 15, escucha un poco mejor pero, la verdad, tampoco aporta mucho.
—Ya está viejo mi marido —se ríe Nelita.
Lo cierto es que las mujeres iskonawas parecen envejecer mucho mejor que los hombres. Nelita, que ya debe pasar los 60 años, conserva una larga cabellera azabache. Más sorprendente aún es Juanita, la mayor del grupo, que ya tenía hijos cuando llegaron los misioneros en el 59 y que tiene solo una que otra cana por allí. Juanita casi no habla español, sino una mezcla de iskonawa con shipibo.
—Mi irukuin —me dice con una sonrisa picarona.
«Te está diciendo que eres bonito», me traducen. Lo malo es que me entero de que también le dijo lo mismo a Zariquiey.
—Es gente muy cortés, muy cariñosa, muy física. Te tocan mucho cuando te hablan —explica el lingüista—. Y nunca me habían besado tanto.
«Mi irukuin» es una forma encantadora de expresar simpatía, afecto, cariño. Si el iskonawa desaparece, nadie volverá a piropear así a nadie. Nunca más. Esa forma de amor se habrá perdido para siempre.
Salvar lenguas es, cada vez con mayor apremio, una emergencia cultural en un mundo en el que, gracias a la globalización, algunos calculan que el 90% de idiomas habrá desaparecido dentro de 100 años.
En el Perú, tenemos una gran riqueza idiomática: según la Unesco, albergamos más de 60 lenguas, la mayoría amazónicas (un fenómeno curioso: en las zonas calientes del planeta hay más diversidad de idiomas). La mayoría de ellas, también, en serio peligro de extinción.
—Cuando pierdes un idioma —dijo Kenneth Hale, colega de Chomsky en el MIT— pierdes una cultura entera, una riqueza intelectual, una obra de arte. Es como tirar una bomba en un museo.
Ayer, Isabel se aburrió de hablar del pasado. Ella es la más joven de los cinco iskonawas y quiere hablar del futuro.
Isabel es la hija de Juanita. Debe rondar los 55 años, era casi una bebé cuando llegaron los misioneros. A los 12 años su mamá la casó con alguien de 40, que le gritaba porque ella no sabía cocinar. Tuvo dos hijos, que se enfermaron y murieron.
—Así mi vida pasando —dice—. Yo he sufrido.
Por eso, ella quiere hablar del ahora y del mañana. Isabel denuncia que en la única comunidad iskonawa reconocida oficialmente, llamada Chachibai en honor a su último líder, casi no quedan iskonawas. Algunos shipibos, no todos por supuesto pero los suficientes, los maltrataban, se burlaban de «los calatos» y los trataban de ignorantes.
El líder de Chachibai se llama William, un chico de 24 años que es mitad shipibo y mitad iskonawa y que también está trabajando con Zariquiey. William, jean a la cadera y polo apretado, acepta que la última familia iskonawa que queda en Chachibai es la suya.
Los otros iskonawas denuncian que Chachibai, en el límite con la Sierra del Divisor, está tomada por los madereros. La última comunidad iskonawa, formada en el 2003 y protegida por la ley peruana, es, en realidad, shipiba y no está realmente protegida.
Isabel sabe que hay dinero en el mundo para lo que en Lima llamamos «la inclusión social». Denuncia que Aidesep no hace nada por ellos y que hay gente que se hace pasar por iskonawa para acceder a beneficios.
—Somos oro de gente —dice Isabel.
Los iskonawas que trabajan en el Zambito se han dado cuenta de que rescatar su idioma también tiene un lado práctico. Necesitan hablar iskonawa para demostrar que pertenecen a una etnia con derechos.
—Se han dado cuenta —explica Zariquiey— de que el idioma es una herramienta política de afirmación étnica.
Después de semanas de trabajo a 35 grados y rodeados de mosquitos, Zariquiey, los iskonawas y un grupo de estudiantes de lingüística de la PUCP ya tienen listo el primer borrador del Diccionario Iskonawa.
Aún continúan elaborando la gramática. Durante décadas, hablar iskonawa fue motivo de vergüenza, una evidencia de su pasado «calato». Para adaptarse tuvieron que aprender y usar el shipibo. Por eso, aún hoy, que se han convencido de la importancia de su propio idioma, a los iskonawas les cuesta no mezclarlo con el shipibo.
Salvar un idioma no es fácil. Especialmente si solo quedan tres personas que lo usan para pensar.
Hoy, bailamos al estilo rewinki, abrazados en círculos. Una de las canciones pertenece al antediluviano género pachanguero de «hombres contra mujeres». Primero, ellos les dicen que les apesta la entrepierna; ellas responden:
—Isan koro wistori —al parecer hay una palabra para definir específicamente al pene pequeño—. Epe uá katsari —o sea, además, apestoso como la flor de la papaya. Todos se matan de la risa—.
Le pido a Isabel que me cuente un cuento que le contaban de niña y así aparece la historia de Rushumawi, el pelejo (una especie de perezoso): Había una vez un ladrón de plátanos. El principal sospechoso era un joven con la espalda llena de arañazos. Una noche, el dueño de la chacra de plátanos siguió al joven y lo descubrió todo: el chico robaba plátanos para conseguir los favores sexuales del perezoso. Por eso tenía la espalda arañada. El dueño de la chacra le tiró un flechazo a Rushumawi. Fin. Isabel se ríe de mi cara de desconcierto.
El equipo de estudiantes de lingüística trabaja, sudando y llenos de picaduras de mosquitos, fascinado por las particularidades específicas del idioma iskonawa. No son solo las onomatopeyas y las siete formas de pasado. Hay muchas reduplicaciones. Por ejemplo: «comer» es pi; «estar comiendo» es pi pi. Los iskonawas tienen un oído melódico y divertido.
—Waewaewaewaewae —así suena el inglés, según la desopilante imitación de Juanita de los misioneros—.
Son pequeñas escenas de un trabajo de rescate que no terminará aquí. Un equipo de la PUCP, encabezado por Patricia del Río, está realizando un documental sobre esta labor de salvataje. Dentro de unos meses, Nelita y los más jóvenes serán capacitados en el uso de computadoras con software en iskonawa. La resurrección del idioma parece una utopía. No existe una escuela iskonawa para la que se puedan desarrollar módulos de enseñanza del idioma. Zariquiey planea elaborar juegos para que cada familia se los lleve a casa. Algo así como la privatización del rescate.
La única pequeña luz de esperanza se llama Ian, el nieto de Nelita, de 3 años, que corretea por ahí hablando un poco de iskonawa. El mundo de los Hijos del Páucar se niega a morir.
Ya nos hemos despedido cuando Juanita, Isabel y Nelita nos sacan a bailar un último rewinki. Bailamos abrazados en círculos. Ellas cantan una melodía que suena a pájaros, a felicidad y a hasta luego. Me da vergüenza preguntar por la traducción. (Marco Sifuentes)
Los comentarios están cerrados.