Sentado en una banca al lado de su cabaña, en Puerto Amargura, Felipe Loayza (30) me cuenta por qué decidió hace dos años cambiar la coca por el cacao. “Yo tenía antes esta parcelita”, me dice señalando las plantas de coca que crecen en una loma a unos 50 metros de donde estamos, “pero ya no es rentable, mucho gasto en pesticidas, mucho personal necesitas para cosechar”.
Unos pollos flacos se meten por entre nuestras piernas, indiferentes a la posibilidad de un pisotón letal. Felipe me dice que ha arrendado la parcela a un forastero que la cuida y se lleva las hojas a no sabe dónde. “¿A sus pozas?”, le pregunto. En Puerto Amargura, como en la mayoría de pueblos del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem), la coca y el narcotráfico son la principal actividad económica de la gente. Felipe dice que no sabe. Que antes había pozas de maceración de pasta básica de cocaína (PBC) en los alrededores, que él y sus hermanos iban al río a bañarse y al volver percibían el olor del kerosene. «Pero ya no sentimos ese olor hace tiempo».
A unos metros del cocal hay un vivero en el que Leonidas Loayza (32), hermano de Felipe, le está mostrando a Melissa, la reportera gráfica, sus 6 mil plantones de cacao. En unas semanas les colocarán el injerto (el CCN51, una variedad ecuatoriana que entró con fuerza en los cultivos alternativos peruanos) y un mes después los trasplantarán a la chacra. Felipe me dice que estaban pensando plantarlos en la loma pero que el problema es que los pesticidas que le echan a la coca han «matado» la tierra.
Vecinos en contra
«Los Loayza tenían pura coca en su ladera», me dijo, más temprano, Andrés Hurtado (45) en su chacra en Nueva Esperanza, el pueblo vecino. «Yo les dije que siembren cacao, no querían; quién va a estar embolsando, decían. Ahora me dicen que no pueden cosechar solos porque mucho cacao les está dando».
Don Andrés es una suerte de gurú del cacao en Llochegua. Estudió Agronomía en Huamanga y vivió un tiempo en Tocache, donde aprendió el manejo del cultivo de este fruto. Volvió al Vraem, su tierra, en el 2003 y se dedicó a asesorar técnicamente a los agricultores. Él y otros vecinos de Nueva Esperanza fueron los primeros en Llochegua que firmaron convenios con Devida para erradicar su coca voluntariamente. Pero la gente de los anexos vecinos se enfureció. «Nos decían ‘ustedes se han hecho comprar por los gringos’. Yo tuve que ir a cada comunidad a explicarles que para nosotros el cacao era más rentable que la coca».
Cuando los hermanos Loayza empezaron a sembrar cacao CCN51, el recomendado por don Andrés, también escucharon las voces desalentadoras de sus vecinos cocaleros. «La gente nos decía ‘no va a dar, mentira, va a durar tres años nomás y se va a secar’. Nosotros dijimos: si fracasamos, fracasamos. Si salimos, salimos», dice Leonidas. Ahora, en los meses de campaña (de marzo a agosto) los Loayza venden 1.600 kilos de cacao al mes, que al precio actual (S/. 4,50 el kilo) representa un valor de S/. 7.200. Nada mal.
En su fundo, don Andrés nos enseñó la diferencia entre el cacao CCN51 y el nativo o «criollo». «El injerto», dijo cogiendo una mazorca de ese tipo, «es más productivo, una planta da como 40 mazorcas. El criollo da menos, pero es más aromático». A continuación, abrió una mazorca de injerto, morada, y otra de criollo, de color verde, y me invitó a meter los dedos en la pulpa blanca que rodea los granos. Probé una de cada una… El criollo era más dulce.
Temible Llochegua
Debido a la presencia del narcotráfico y del terrorismo, el Vraem es la zona más convulsa del país. La semana pasada la Oficina de las Naciones Unidas contra las Dtogas y el Delito (Unodc) confirmó que sigue siendo el valle que produce la mayor cantidad de hoja de coca en el país (el 55% del total). Expertos independientes calculan que produce unas 170 toneladas de cocaína al año. De todo el valle, Llochegua es el distrito más picante. Tanto por la subversión (hace un mes fue abatido allí el “camarada William”) como por la presencia de clanes de la droga (es el centro de operaciones de media docena de firmas, según un reciente informe de IDL-Reporteros).
En ese ambiente de violencia latente y con la tentación del dinero fácil y en grandes cantidades que supone el narcotráfico, es valioso que haya campesinos como Andrés Hurtado y los hermanos Loayza que apuestan por cultivar cacao (y café y el resto de productos alternativos a la coca).
Comparados con los cocaleros, son pocos –los asociados en cooperativas son unos 3 mil pero en total se calcula que hay unos 7 mil– pero cada año su número va creciendo. Franklin Barzola, gerente de la Cooperativa El Quinacho, cree que el número de cacaoteros en el valle aumentó en un 30% en los últimos tres años. Todavía se está lejos de las cifras del Huallaga Central (donde los programas de desarrollo alternativo convirtieron al 90% de los cocaleros), pero algo se está avanzando.
Vivir con los “duros”
Fue en Suiza donde Máximo Lloclla (49) probó el primer chocolate hecho con cacao nacido en el Vraem. Pronatec, la empresa suiza que le compra la producción a la Cooperativa El Quinacho, los había llevado a él y a Franklin Barzola a que conocieran su planta chocolatera en Benrain. El primero que probó, con leche, le gustó. El segundo, con plátano, también. Pero al siguiente, con ají, apenas le dio dos mordidas. Picaba mucho. Para no hacerles un desprecio a los suizos, se lo guardó. Pero no lo tocó más.
«Sabía a ají de gallina», me dice ahora, sentado en la tolva de la camioneta de la cooperativa que nos está llevando a una chacra. Estamos en Canayre, el remoto Canayre, cuya base militar fue atacada por Sendero hace tres meses y donde hace 23 años la banda terrorista perpetró una de las mayores matanzas de su historia (degolló y mató a pedradas a 40 campesinos).
Don Máximo llegó desde Huanta a Llochegua en 1980 a cultivar cacao. Él dice que recién empezó a sembrar coca en el 2005, cuando recuperó un terreno de sus padres en Villa Progreso. Pero cuando el precio comenzó a bajar retornó al cacao, alentado por los directivos de El Quinacho que vieron en él a un líder comunal que podía apoyarlos (había sido presidente de las autodefensas). En el 2010 lo llevaron a conocer los cultivos de cacao de Tocache y Bambamarca, y volvió lleno de entusiasmo. El año pasado, Maestrani, famosa empresa suiza de chocolatería fina, fue a Canayre a grabar un documentalsobre los cacaoteros que la abastecen. Y don Máximo terminó siendo uno de los protagonistas estelares.
Charlando con don Máximo puedo entender la convivencia entre agricultores lícitos y narcos. Todos se conocen, nadie se mete con nadie. El año pasado, por ejemplo, don Máximo se encontró en Canayre con ‘Vacachorro’, líder de una de las mayores firmas del valle. «¿Cómo estás?», le dijo Lloclla, «estás corrido, he leído en la prensa». «Sí, tuve ese problema», le respondió, «pero ya estamos solucionando. Yo sigo trabajando lo que es madera» (su fachada es un aserradero en Mayapo). Se tomaron un par de cervezas y se despidieron. Unos meses después tuvo un encuentro similar con ‘Papitas’, otro ‘duro’, a quien encontró bebiendo cerveza en el puerto de Sivia. El narco le dijo que había dejado el negocio y que ahora se dedicaba a la pesca. Fue una mentirilla. En junio de este año la policía lo capturó con 100 kilos de cocaína listos para ser exportados.
Todo orgánico
Pero ahora hemos llegado a la chacra de Moisés Figueroa (62). Ha deshierbado recién, por lo que avanzamos sobre hojas secas que crujen bajo nuestras pisadas. Don Moisés es uno de los mayores cacaoteros de Canayre. Su chacra produce 1.200 kilos por hectárea. Es un rendimiento superlativo, ya que el promedio en esta época es de 600 kilos. El problema, me explicará Franklin Barzola luego, es que los árboles de cacao en el Vraem tienen 30 o 40 años de antigüedad. Hay que renovarlos. «El Estado podría dar de 3 mil a 4 mil soles por ha», calcula, «créditos a tasas de interés bajas para abonar y rehabilitar las plantaciones».
«Con una producción de 1.000 kilos por ha, el cacao sería más rentable que la coca. La gente se cambiaría», indica.
En su parcela, don Moisés se acerca a un árbol y arranca una ramita de color verde. «Escoba de bruja», dice. Me explica que su cacao es orgánico por lo que tiene que combatir las plagas de manera natural, sin pesticidas, podándolas o con otros métodos más creativos. Como las trampas para los «mazorqueros»: botellas plásticas amarradas a los árboles que contienen orina humana. Un líquido por el que los insectos sienten una particular atracción y en el que mueren ahogados.
La Cooperativa El Quinacho tiene tres certificaciones: la orgánica, la de Comercio Justo y la UTZ. Una vez al año, representantes de las certificadoras llegan a Canayre (y a los demás poblados del Vraem) a visitar los cultivos y asegurarse de que no se usen plaguicidas. Los de Comercio Justo les preguntan a los agricultores si les alcanza el dinero, si sus hijos estudian y si conocen cómo se manejan los recursos de la cooperativa. Suelen irse tranquilos.
Frente a su cabaña, don Moisés rastrilla los 250 kilos de cacao que ha dejado secando el día anterior. En tres días más estarán listos para llevar al almacén de Canayre. Melissa le pide que lance algunos granos al aire para las fotos. Él accede de buena gana, pero don Máximo Lloclla, que nos ha acompañado en este recorrido, se ríe. La creencia local dice que si lanzas los granos de cacao al aire estás botando la plata. «¡Mira, ahí se fue una caja de cerveza!», exclama riéndose. Don Moisés, sin embargo, no parece preocupado. En su chacra hay suficiente cacao como para comprar todas las cajas de cerveza que el vecino quiera.
Los comentarios están cerrados.