Narcotraficantes, terroristas, violadores sexuales, secuestradores, falsificadores y un largo etcétera… ¿Son candidatos para delegados de los pabellones del penal Sarita Colonia? No, mi estimado. Ahora estos representan a un sector de la llamada clase política. Van aupados por los partidos nacionales y los movimientos regionales que, a partir de octubre próximo, gobernarán las regiones y los municipios.
La verdad es que no es un fenómeno nuevo tener a tan “ilustres” representantes que se encargarán de gastar e invertir nuestros tributos. Los mismos antecedentes tenían muchos de los que se presentaron en las elecciones pasadas. ¿Acaso ya olvidamos que el presidente regional de Tumbes, Gerardo Viñas, purgó condena por pertenecer al grupo terrorista Sendero Luminoso? Lo mismo ocurre en Cajamarca, donde Gregorio Santos, antes de ser elegido, era procesado por el delito de secuestro.
Claro, muchos dirán que si el actual ministro del Interior está incurso en un proceso penal por un delito de lesa humanidad y exige, desde su alto cargo, que se respete su derecho a la presunción de inocencia, ¿por qué no podrían reclamar lo mismo todos los candidatos que ahora están, precisamente, en la lista negra del ministro Daniel Urresti?
Percibo muchos gestos impostados y cándidos al supuestamente descubrir el verdadero perfil de un sector importante de nuestras futuras autoridades. Para nadie es un secreto que muchas agrupaciones políticas se convierten en franquicias y el dinero recaudado no se queda en las provincias, sino que llegan a las cómodas oficinas de sus dirigentes nacionales.
La patética realidad es esta: los secuestradores descubrieron que podían ganar más dinero extorsionando. Los candidatos con antecedentes penales de todo tipo han descubierto que pueden recuperar con creces las millonarias campañas electorales financiadas con dinero de toda laya realizando negocios con los presupuestos públicos. Y si hay canon de por medio, mejor.
Respecto a los narcocandidatos, aquí hay mucha leyenda urbana levantada por intereses no muy santos. Para empezar, los verdaderos narcos, esos que acopian toneladas de cocaína en los puertos del Pacífico y en los aeropuertos clandestinos del Vraem, saben que entrar a la política es ponerse bajo los reflectores de los medios de comunicación, de la opinión pública y de sus opositores políticos. Este escenario es casi un suicidio para la lógica del negocio de las drogas.
Ser narco en el Perú es muy fácil y no se necesita ser congresista o presidente regional para desarrollar esta actividad. En todo caso, si necesitaran los servicios de estas autoridades, siempre encontrarán a alguno dispuesto a alquilarse. Es la misma lógica que en el lavado de activos, hay pollerías y hostales que fueron construidos con dinero sucio de la cocaína, pero eso no es el principal problema: los miles de millones de dólares provenientes del narcotráfico se lavan en el sistema financiero y en los grandes negocios, no en la oferta del cuarto de pollo con aguadito.
Si queremos reflexionar sobre la penetración del narcotráfico en las instituciones del Estado, hablemos sobre el papel de muchos oficiales de las Fuerzas Armadas en el Vraem, hablemos también sobre el contubernio que existiría en el Ministerio Público y en el Poder Judicial con los grandes casos de narcotráfico que se investigan o se ‘encaletan’ en sus fueros.
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