La historia del narcotráfico en el Perú comenzó en el Alto Huallaga en 1975. Desde allí creció como una epidemia llegando a abarcar 14 departamentos, en los que se llegó a cultivar más de 200 mil hectáreas de narcococa en su pico más alto (1992). Todo el negocio estuvo controlado, como un mercado cautivo, por los cárteles colombianos de Medellín y de Cali. A los intermediarios nacionales se les conocía como «firmas», probablemente la más recordada sea la de Vaticano.
La década de los 80 y parte de los 90 también fueron épocas de las narcoavionetas con las que se transportaba casi el 100% de la pasta básica hacia Colombia. La seguridad de los aeropuertos clandestinos era un botín que se disputaban oficiales del Ejército, de la Policía Nacional y los grupos terroristas. Hacia 1991, de los veinte aeropuertos que operaban en todo el Huallaga, quince estaban ubicados en la región San Martín, la mayoría de ellos en complicidad (y a escasos metros) con las bases contrasubversivas del Ejército.
Este primer ‘Boom’ de la pasta base de cocaína llegó a su fin con la desarticulación de los cárteles colombianos (Medellín, 1993; y Cali en 1995).
A fines de 1999 ingresan al país los cárteles mexicanos, iniciándose el segundo ‘boom’ de la cocaína, el cual continúa hasta hoy, convirtiendo al Perú, por segunda vez, en el primer productor de coca y de cocaína en todo el mundo.
Además de la nacionalidad de estas organizaciones internacionales, hay algunas diferencias entre el primer y segundo ‘boom’. Con los mexicanos el negocio se ha ‘democratizado’: ahora no hay grandes firmas conectadas directamente a los cárteles. Así, se observa a muchos clanes familiares que, a manera de pymes, abastecen de cocaína a los operadores intermedios (generalmente colombianos). También están los campesinos que procesan cocaína y venden a cualquier comprador. Los cárteles mexicanos, especialmente el de Sinaloa, Juárez y, en su momento, Tijuana, toman el control del negocio a partir de los puertos de embarque que controlan, es decir, el de Paita, Chimbóte, Callao e Ilo-Matarani.
En los otros aspectos del negocio el modus operandi no ha cambiado. Los cárteles mexicanos usan, como lo hizo en su oportunidad el capo colombiano Pablo Escobar, el soborno como principal mecanismo para tener éxito en sus negocios. Hoy, como ayer, la narcocorrupción sigue haciendo un excelente trabajo: compra jueces, fiscales, policías, militares, agentes de aduanas, gerentes de bancos comerciales y a la facción terrorista que opera en el Vraem.
De otra manera no podría entenderse cómo la Policía Nacional incauta históricamente solo el 7% de toda la producción de cocaína, o cómo es posible que la zona con mayor presencia militar-policial y con mayor presupuesto para seguridad sea, al mismo tiempo, la de mayor producción de cocaína en todo el país. Me refiero, obviamente, al Vraem.
Ahora bien, ¿la reciente captura de ‘El Chapo’ Guzmán va a cambiar en algo el negocio de la cocaína en el Perú? La respuesta es no. Y no, porque la estructura internacional del cártel que manejaba permanece igual y, además, porque hay muchas otras organizaciones (cárteles y protocárteles) que se abastecen sin ningún contratiempo con la cocaína peruana para llevarlas a Europa y a los países que integran el Mercosur.