Cuando su marido la condenó a la soltería por no poder tener hijos, Balbina Sundi Akumbari, del pueblo Kandozi, halló en las tortugas taricayas su mejor aliado para hacerse valer por sí misma y ayudar a otras mujeres como ella que resisten al flagelo del machismo tan arraigado en la recóndita comunidad donde vive, en las profundidades de la Amazonía peruana.
Los hombres regresan de sus quehaceres pesqueros y toman desayuno, unas mujeres limpian desde una canoa ropa y platos en el agua del río Pastaza, otras cocinan pescado y plátano a la leña entre palos de madera y techos de hoja de palmera, una adolescente amamanta a su bebé, y niños de menos de cinco años, descalzos, cortan cañas con machetes.
Pasan pocos minutos de las siete de la mañana, pero el día ya hace horas que arrancó para las 100 familias Kandozi que viven en la comunidad de Musa Karusha, donde uno llega tras navegar dos horas y media en chalupa desde el poblado de San Lorenzo, capital de la provincia selvática del Datem del Marañón.
Ser mujer y soltera
En ese rincón de la selva peruana, donde los arreglos de conveniencia sostienen los clanes familiares y las mujeres -sumisas, invisibilizadas y analfabetas- esperan una seña de su esposo para hablar, Balbina Sundi Akumbari llegó para romper esquemas.
Lo hizo con su proyecto dedicado a la conservación de taricayas, una iniciativa que lanzó de forma voluntaria en 2004 con fines puramente medioambientales y que ahora, convertida ya en un bionegocio, le da sustento económico, a ella y a una veintena de mujeres solteras, divorciadas, viudas, huérfanas o abandonadas de su comunidad.
«Es necesario (el proyecto) para las viudas, las huérfanas… Si se terminan (las taricayas), ¿de qué van a trabajar estas mujeres? Las mujeres no saben pescar», declaró a Efe Balbina, de 50 años.
Y ella sabe de qué habla: la abandonó su esposo por no poder tener hijos, algo considerado una «maldición» para el pueblo Kandozi, en donde el rol reproductivo de la mujer es central para mantener la descendencia del clan, según explicó el psicólogo social César Renfigo.
«Por eso las abandonan y, cuando pasa, es algo bien condicionante para las mujeres porque es bien raro que después vuelvan a juntarse. Tienen que salir de la comunidad, en ella ya quedan marcadas y es una vergüenza», detalló a EFE el especialista.
Repoblar taricayas
A todo este drama respondió Balbina con la Asociación de Mujeres Charapi, que con el acompañamiento del fondo ambiental Profonanpe logró recientemente la aprobación del plan de manejo para la extracción y el repoblamiento de las taricayas.
Así, las mujeres tienen luz verde para recoger los huevos de las podonecmis unifilis, el nombre científico de esta especie, de las orillas del lago Rimachi, ubicado a escasos minutos por río de la comunidad de Musa Karusha.
Luego, los trasladan hasta las 20 playas artificiales que construyeron en su campamento, los siembran y cuidan las nidadas incubadas por unos 70 días, que es el tiempo estimado que demoran en nacer las tortugas.
Una vez salen de su cascarón, el 50 % se vende a comerciantes de la ciudad de Iquitos, que exportan los animales hacia el continente asiático, principalmente, y la otra mitad se retorna al lago para impulsar el repoblamiento y la conservación de este quelonio acuático.
Mantener el equilibrio entre la explotación y la preservación de estos reptiles es clave para esta especie de tortuga, una de las de mayor tamaño en la cuenca del Amazonas y que se encuentra clasificada como vulnerable por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
El consumo humano incontrolado es la mayor amenaza contra este animal, muy valorado tanto por su carne como por sus huevos.
«Si lo vendemos todo, se acaban las taricayas», señaló Balbina, quien agregó que, más allá de la comercialización de las tortugas, su asociación también saca provecho de la venta de los huevos «no viables», es decir, de aquellos que no son aptos para la siembra pero en cambio se consumen como alimento en la zona.
De esta manera, concluyó para EFE, Alen Manuel Morayari, especialista en taricayas de Profonanpe, las más de veinte mujeres que trabajan para Balbina «están teniendo ingresos de los huevos y de la venta de las tortugas bebés» para «sustentar el combustible, la alimentación y sus víveres» sin depender de un hombre a su lado.
EFE