La indignación y la movilización ciudadanas contra la componenda parlamentaria para la elección de seis miembros del Tribunal Constitucional (TC) y la Defensora del Pueblo, fueron decisivas para el fracaso de este pacto antidemocrático. Fue una respuesta rápida, audaz, principista y amplia. Al mismo tiempo, es inédita por su origen y composición, una construcción ciudadana vertiginosa y muy representativa, con una alta participación de los jóvenes, tan resuelta como la pretensión misma de las bancadas parlamentarias de decidir contra nosotros en nombre de nosotros.
La indignación frente a los desatinos del poder no es nueva; varios estudios de opinión, nacionales y regionales, dan cuenta del malestar ciudadano peruano frente a la política y al comportamiento de las instituciones ante sus problemas y demandas. Los conflictos sociales, que en la mayoría de casos involucran a las poblaciones, empresas y al Estado, no encuentran a los poderes públicos cerca de la gente sino parcializados hasta el límite de la violencia con las partes con más poder económico. En 2009, en Bagua debieron morir 34 compatriotas para que el Congreso derogue una ley injusta e inmoral dictada por el gobierno de entonces y que arreglaba el despojo de la propiedad comunal de peruanos pobres.
Esta vez, sin embargo, el circuito entre la indignación y la movilización ha sido corto. Este efecto está relacionado con una mayor legitimidad del Parlamento y de los políticos y el hartazgo ante el reiterado fracaso de las perspectivas de cambio. Un país que desde hace 12 años vota contra aquellos que dicen que todo está bien y que nada debe cambiar, reacciona con decisión ante la evidencia de la inalterable vocación suicida de quienes hace dos años recibieron una parte de su confianza y representación y la han traicionado.
Por lo apreciado hasta ahora, la demanda para el cese de los desatinos del poder y la reforma política es una sola y ha llegado para quedarse. Frente a ello ha surgido la conclusión peregrina de que esto le pasa al Perú cada 10 o 15 años y que el siguiente momento es del retorno de todos y todo a la calma; la teoría del desfleme se ilusiona con que solo la elección del TC y de la Defensora fue un error y que mientras más rápido pase este momento amargo, las cosas volverán a ser como siempre.
Malas noticias para ellos; el Perú y la América Latina no están exentos de la crítica y el descontento con el poder que se experimenta en otras partes del mundo. Es muy cierto que nuestra realidad no es la que impulsa a las calles a los jóvenes de los países árabes contra sus regímenes cerrados, oscuros y dictatoriales; tampoco es el caso de los países europeos sacudidos por una fulminante crisis y recesión que se tragan el Estado de Bienestar y a sus gobiernos omisos. Existe, no obstante, un lazo común que une a todas las indignaciones, y son la demanda de transparencia pública y rendición de cuentas, la recusación ácida de la corrupción y la crítica a los representantes que no representan. En el caso peruano, además, se añade un déficit histórico de justicia y equidad cada vez más aceptado.
Es preciso un razonamiento muy obtuso para creer que en el Perú no existen causas para el descontento y el reclamo democrático. Si se trata de defender el crecimiento económico y nuestras envidiables cifras macro, una causa nacional que nos debe involucrar a todos, convendría fijarse más detenidamente en las razones de fondo de las recientes marchas ciudadanas. Y valorar como legítimas sus expectativas.