Poco hay que aplaudir de la liberación de los 36 rehenes del consorcio de Camisea, como no sea el valor de los policías y militares que siguen arriesgando y perdiendo la vida mientras otros peruanos nos las damos de generales después de la batalla.
La hermandad del terror de los Quispe Palomino ha ampliado el círculo de su influencia de forma sostensible. El lunar del VRAE se extiende amorfo, como un tumor canceroso, y agarra de blanco a una zona hipersensible: eje energético, déficit de inteligencia y seguridad, presencia de transnacionales, disparidades socioeconómicas y riqueza pésimamente distribuida.
El viejo caldo de cultivo asociado a la violencia terrorista hierve en Camisea pero hasta ahí nomás. La diferencia con el pasado es que ahora la inmensa mayoría de peruanos sabemos que ese no es el drama del que una banda de iluminados busca redimirnos, sino el pretexto para que mantengan su vigencia y atenúen los apremios de su clandestinidad y su vida a salto de mata.
Lo dramático es que cuando uno oye a los liberados decir, unánimemente, que no han sido maltratados y cuando se oye a los pobladores de Kiteni, en los enlaces de TV en vivo, quejarse del Estado y de las empresas de la zona, no se puede dejar de ver a la potencial clientela social que necesitan los delincuentes para seguir con sus negocios de narcotráfico y, si algo les queda de ideología, jugar a la revolución focalizada.
Hayan cobrado o no un rescate (los expertos siguen discutiendo esto, pero también apuntan que no es precisamente dinero lo que les falta a los Quispe Palomino), este espectáculo de zozobra nacional, de obreros que no guardan mal recuerdo de su captura y de pequeñas comunidades aturdidas y desplazadas por las operaciones, ya es un activo para los malos y un pasivo en nuestro control de daños.
Eso de ‘victoria impecable’ solo puede existir en la portada de “El Peruano”. Pero hay algo mucho más dramático: que el ‘neoterrorismo’ o ‘posterrorismo’ de los Quispe Palomino no es el enemigo principal.
Lo es la mafia del narcotráfico que ha penetrado hasta los poderes del Estado y lava sus activos en el ‘boom’ constructor, en la educación, en la pesca, el transporte y en actividades inimaginables.
Cada línea o minuto de reflexión dedicado al terrorismo a secas contribuye a invisibilizar la presencia del narcotráfico en nuestra sociedad. No está de más exigir eficacia operativa al combate de los Quispe Palomino en la zona, pero el eje de nuestra preocupación tiene que ser la estrategia nacional de lucha contra el narcotráfico.
Devida se ha convertido en una entelequia coordinadora y facilitadora de proyectos y decisiones entre distintas instancias del Ministerio del Interior. Esto lo ha dado a entender su propia jefa, Carmen Masías, que ha resultado otra víctima de la falta de brújula y voluntad política en la lucha contra el narcotráfico.
El anterior jefe de Devida, Ricardo Soberón, chocó con esas instancias policiales, y su salida sembró más caos del que ya había en la lucha antidrogas.
El presidente Humala, como jefe de las fuerzas del orden, según mandala Constitución, y como jefe del Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana según su propia decisión política al inicio de su gobierno, nos debe una declaración urgente sobre la estrategia nacional contra el narcotráfico.