La rudeza con la que Rosalinda Pepe Coyazo troza a machetazos una decena de yucas se desvanece cuando te habla: entonces, se coge las manos, se sienta en una esquina de la cocina a leña y explora con la mirada un punto que parece inexistente. Lleva acumulados varios días de viaje en bote, de idas y vueltas, buscando una respuesta, una cura a ese malestar en el vientre que le hace sangrar de repente desde hace años –no puede explicar cuántos, no sabe contar, no habla castellano–.
En la pequeña posta de Kochiri, su lejana comunidad ubicada en la selva del Bajo Urubamba, nadie la pudo ayudar. Inició, por eso, un largo viaje por el río Picha que la llevó a Kirigueti, la comunidad machiguenga más grande y próxima a su hogar, pero tampoco aquí encontró respuestas. Luego navegó por el Urubamba hacia Camisea, el corazón del proyecto energético más importante del país, creyendo que allí podrían diagnosticar su dolor.
No fue así.
EL CANON AUSENTE
El centro de salud de Camisea tiene el piso de cemento, paredes de madera y calaminas oxidadas en el techo. Es –en teoría– el centro referente de los 14 establecimientos médicos que se ubican en las 20 comunidades del Bajo Urubamba, como se conoce a esa parte de la selva cusqueña que se abre paso luego de atravesar las torrentosas aguas del Pongo de Mainique.
La realidad, sin embargo, delata su precaria infraestructura: no tiene un monitor de signos vitales, tampoco un bote para el traslado de pacientes, ni sala de partos, ni suficientes camas para hospitalizaciones, y su único tanque de oxígeno medicinal está en mal estado. El traslado de emergencias aún depende del convenio con Pluspetrol, la empresa operadora.
Nunca antes hubo tanto dinero para atender las necesidades del Bajo Urubamba (el año pasado las regalías que recibió el Estado por la explotación del gas de Camisea alcanzaron los US$ 1,150 millones). Pero las millonarias rentas acumuladas desde 2004 no han reducido las distancias, ni las inequidades entre las poblaciones machiguenga, yine y asháninka que habitan la tierra de donde sale el gas que el país demanda.
“Casi nada han invertido con el dinero del canon en nuestras comunidades. La Municipalidad de Echarati dijo que iba a construir un hospital, pero luego se olvidó y del Gobierno Regional no hemos visto ni una obra”, dice el jefe de la comunidad de Camisea, Remigio Ríos.
INFRAESTRUCTURA DE PAPEL
La doctora encargada del centro de salud de Camisea, Miluska Carrera, lleva de pie casi 40 minutos bajo el sol. Es mediodía y el oxígeno parece escaso. Está en una de las esquinas próximas al salón comunal, con el brazo derecho ha levantado su celular y lo dirige hacia el cielo. Busca señal. Intenta comunicarse con la red de salud de La Convención, la sede regional de la que dependen. Lleva un sombrero grande, pero no importa, el calor lo atraviesa y quema. Encontrar una señal de celular es un juego de suerte y resistencia.
Las regalías se pagan hace nueve años al Estado, pero la calidad de los servicios no mejora en las comunidades del Bajo Urubamba. Solo dos tienen energía eléctrica todo el día: Camisea y Shivancoreni, y proviene de la planta de gas Malvinas. Ninguna tiene servicio de saneamiento básico adecuado ni señal para celular. La comunicación depende de la calidad de los equipos de radio y de los teléfonos solares. La única y débil señal que llega a esa privilegiada esquina es de la empresa.
En el papel –que más parece un resumen de buenos deseos–, la Dirección Regional de Salud del Cusco señala que las comunidades de Timpía, Kirigueti y Miaría deberían tener un médico cada una. No es así. Solo hay dos para las 20 comunidades (10.000 habitantes) y ambos están en Camisea.
DEL PESCADO AL ARROZ
–Mañana va a llover.
– ¿Por qué?
– Hoy no hay estrellas.
La sentencia de Tomás Vargas, machiguenga de Cashiriari, comunidad bañada por las transparentes aguas del río Camisea, afluente del Urubamba, es oportuna. Que esta noche no haya estrellas y mañana llueva es una grata noticia en agosto, cuando la falta de lluvias reduce el caudal de los ríos y dificulta la navegación. Las emergencias dependen aún del clima.
Anochece en esta comunidad de nombre hermoso (Cashiriari, el hogar de la luna) y el motor que da energía eléctrica por tres horas es encendido. Las chirriantes voces nocturnas de la selva vuelven. El yerno de Tomás llega con una escopeta sobre el hombro y las manos vacías. “Se fue a cazar, pero no ha tenido suerte”, lo excusan. Los habitantes de la comunidad que alberga dos pozos de extracción de gas sienten que cada vez hay menos animales. “Ahora tienes que caminar más adentro del monte para encontrar algún animal”. Sobre la mesa esta noche no hay pescado: solo yuca y masato.
Hay cosas que sí han cambiado en estos años. El costo de vida, por ejemplo. Una gallina puede costar 25 soles. Un galón de combustible, 17 soles en Camisea y 20 en Cashiriari. Una botella de agua de medio litro, tres soles. Y el balón del gas que sale de debajo de sus pies, entre 60 y 70 soles. La distancia define el precio. Los pobres pagan más.
Los adultos prefieren trabajar en las obras de la municipalidad o en la empresa. El empleo remunerado ha modificado costumbres y hábitos alimentarios. “Donde hay más dinero, se caza y pesca menos, prefieren comprar sus alimentos”, explica Rosa Zambrano, obstetra del centro de salud Miaría. No hay verduras ni frutas en las tiendas. El arroz, las gaseosas y las cervezas son los productos más vendidos.
La mitad de la población infantil del Bajo Urubamba sufre desnutrición. Los cambios más drásticos se dan en las comunidades más grandes, como Kirigueti, donde alcanza al 90% de niños menores de 5 años. También aquí se ha registrado el primer caso de tuberculosis multidrogo resistente y el de una enfermedad que avanza silenciosamente: el VIH/sida.
UN VIRUS SILENCIOSO
La paciente llegó al centro de salud de Camisea deshidratada, pálida y con una diarrea persistente. Vivía en Kirigueti. Los síntomas alertaron al médico. Le hicieron la prueba para detectar el VIH y salió positivo. Tenía 22 años y una hija de 4 meses. La joven madre murió en los primeros meses de este año. Nunca recibió tratamiento. Su pequeña hija está en observación.
El primer caso de VIH entre los machiguengas fue reportado en 2010, en la comunidad de Nuevo Mundo, y se cree que fue importada desde Sepahua. Desde entonces se han registrado 12 casos: cinco de las víctimas han fallecido y solo dos han aceptado llevar el tratamiento.
– ¿Han estimado cuántos casos más podría haber?
– Si hacemos eso, encontraríamos una cifra grande porque la promiscuidad es alta.
Cintia Chacón, obstetra de Kirigueti, teme ensayar una respuesta. Lleva 5 años trabajando en estas comunidades y en este tiempo ha escuchado una y otra vez las promesas de mejores condiciones para los centros y las campañas de salud. “Todo queda en proyectos”, dice.
ENORMES BRECHAS
Rosalinda no recuerda el día ni el año en que nació. La fecha que figura en su DNI –19 de julio de 1959– es una aproximación incierta. Cuando la inscripción en el Reniec es tardía y no hay partida de nacimiento, los registradores hacen un cálculo visual de la edad del solicitante. Pero su verdadera edad a ella no le importa, solo quiere que los fuertes dolores desaparezcan.
La mujer de gestos duros lleva varios días viajando, gastando los pocos soles que tiene, alojándose en casa de familiares, y en el centro de salud más importante de la región que aporta la mitad de la energía que el Perú demanda, no le pueden dar un diagnóstico adecuado.
Ni la edad ni el tiempo importan en el Bajo Urubamba. Solo las enormes distancias. (Nelly Luna/Cortesía El Comercio)
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