Existe un fenómeno extraño por el que hemos pasado muchas mujeres: cuando nace un niño, un llanto desgarrador invade la sala de parto. Es un llanto que anuncia la vida; pero que también tiene un poco de queja, de ese bebe que de pronto abandona el hogar más cálido y seguro que tendrá jamás para aterrizar en un ambiente frío, con una luz cegadora. Sin embargo, me ha pasado, les ha pasado a muchas mujeres, que cuando esa personita escucha la voz de su madre, de pronto se calla. A veces el silencio dura breves segundo. Otras veces se prolonga con una mirada desconcertada de quien ha encontrado en esa voz algo de familiaridad entre tanto caos.
Y es que la voz de la mamá se escucha en la panza desde antes del alumbramiento. Por eso, la lengua que aprendemos desde el nacimiento, se llama»lengua materna». Ese es el idioma con el que nos arrullan y con el que nos acarician. Con el que aprendemos a saciar nuestra sed o a llamar a papá. Es el que nos permite explicar nuestros miedos y expresar nuestras más zonzas alegrías. Y sobre todo, es gracias a esa combinación de sonidos, dotados de significado, que moldeamos la forma como interpretaremos el mundo, como lo vemos, como lo percibimos.
Hace una semana, viajé a Pucallpa a registrar el trabajo que hace el lingüista Roberto Zariquey, profesor de la PUCP sobre registro y revitalización de lenguas. Ahí conocí a tres mujeres maravillosas que se han convertido en casi la única memoria viva del iskonawa, un idioma de los más de 200 que se hablan en toda la Amazonía que están amenazados por la desidia, la falta de atención y la discriminación. En medio del calor asfixiante y los mosquitos, Zariquey transcribe sonidos que Nelita, Isabel y Juanita le van traduciendo. A veces, el lingüista comprende y todos sonríen satisfechos, otras veces, Zariquey se jala las mechas tratando de separar el iskonawa del shipibo, lengua con la que este pueblo se relacionó con el resto del mundo. La tarea no es fácil. Cuando Juanita fue llevada a la «civilización por los misioneros que los encontraron en medio de la selva, llevaba a Isabel, su hija, en brazos, y eso debe haber ocurrido a finales de los años cincuenta. Nelita también recuerda algo de su primer contacto con este otro mundo, recuerda su pleito por no querer usar ropa, su resistencia a mezclarse con los shipibos, pero solo tenía diez años.
Estas tres mujeres, y los escasos miembros de su comunidad que viajaron con ellas se vieron obligados a aprender otros idiomas para sobrevivir en un mundo donde el iskonawa no servía para comunicarse con nadie más. Por eso el shipibo y el castellano ocuparon su lugar. Hoy, sin embargo, en medio de la selva, y con la paciencia de Zariquey, se esfuerzan por recordar los sonidos con los que las amamantaron. Se esmeran por encontrar las palabras con las que arrullaron a sus hijos. Se desesperan cuando tienen el verbo en la punta de la lengua pero se les va.
Nelita, Juanita e Isabel saben que están solas con sus palabras. Sus maridos, como si de una maldición se tratara, se han quedado sordos, literalmente. Las más jóvenes se han casado con shipibos. Ellas hace tiempo que son conscientes de que con su muerte se termina el iskonawa, desaparece su pueblo, se extingue su cultura. Por eso hablan, cantan, recuerdan. Y Roberto escribe, interpreta registra. Y nosotros miramos, leemos sobre la forma más violenta que tenemos de aniquilar un pueblo: la indiferencia y el desprecio por su cultura.