El Congreso de la República acaba de aprobar, por unanimidad, el uso de la fuerza contra aeronaves “hostiles”. La propuesta, cuyo autor es el congresista Carlos Tubino, pretende romper la ruta aérea del narcotráfico que opera en el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem).
Contagiémonos por un momento del optimismo congresal y gubernamental que ve en la interdicción aérea la panacea que marcará un punto de quiebre en la lucha contra las drogas, algo así como ocurrió en 1995 cuando el precio de la coca cayó por la desarticulación de los carteles colombianos.
Para empezar, nadie en su sano juicio podría cuestionar la imperiosa necesidad de recuperar nuestra soberanía aérea, y si la Fuerza Aérea opinó a favor de esta ley, suponemos que eso implica que cuentan con la tecnología y la experiencia suficiente para que no se repita la desgracia del 2001, cuando se derribó, por error, una avioneta con ciudadanos estadounidenses. El miedo al margen de error en la lucha contra el crimen organizado no puede seguir engordando de manera obscena al narcotraficante.
Cabe recordar que desde el 2008 se han intensificado considerablemente los vuelos de las avionetas que vienen de Bolivia, Brasil y Paraguay para recoger las 200 toneladas de cocaína que se procesan anualmente en el Vraem. Precisamente por ello, además de la presencia terrorista, este valle se ha convertido en el mayor productor de coca asociada al narcotráfico en el mundo.
La impunidad y complicidad con la que actúan los narcotraficantes no solo con sus avionetas, sino también en el aprovisionamiento de los insumos químicos y lavando dinero a manos llenas en una especie de sistema paralelo (cooperativas de ahorro, casas de préstamos, etc.) nos remonta a la historia negra en la que estuvo envuelto el Alto Huallaga en la década de 1980, con autoridades civiles, judiciales, policiales y militares corrompidas por los narcodólares.
En un artículo publicado en este mismo Diario, apunté hace un tiempo: “Pongámonos en el escenario de que se derriben todas las narcoavionetas que cruzaron nuestra frontera. ¿Eso traería como consecuencia la retirada del narcotráfico? No. Recordemos que durante décadas la cocaína transitó por las carreteras y por los ríos. ¿Qué les impediría volver a sus antiguas rutas?”.
La interdicción aérea, la erradicación de la coca y el programa de desarrollo alternativo, si se aplican aisladamente, no sirven de mucho. El reto es empaquetar este poderoso instrumento en una estrategia integral, en el que tienen también que estar presentes un plan nacional de prohibición de insumos químicos y en que se reconsidere la negativa del Congreso de otorgar mayores facultades investigativas (levantamiento del secreto bancario y la reserva tributaria) a la Unidad de Inteligencia Financiera.
Asimismo, se deben proponer programas de desarrollo alternativos más inteligentes y obligar a la policía antidrogas a abandonar el juego de la gallinita ciega y trabajar a base de metas y objetivos claramente definidos. El gobierno que se amarre bien los pantalones (o la falda) y se decida plantear en estos términos la respuesta al tráfico de drogas podría marcar un verdadero hito.
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