Un agresivo cáncer uterino la estaba matando y ella, que había estado en Washington sustentando ante las Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) las razones de su comunidad en el litigio contra los mineros que habían invadido las tierras comunales, no tenía un sol para viajar a Lima y atender su quebrantada salud en el hospital de Enfermedades Neoplásicas.
Eso fue en el 2015, entonces Juana, casi arrastrando los pies y víctima de frecuentes sangrados, dirigía con un estoicismo propio de su raza el Comité de Castañas de la Comunidad Nativa Tres Islas, un colectivo compuesto mayormente por mujeres que había empezado a comercializar a buen precio la castaña que crece firme en los bosques del departamento.
Su fama había trascendido las fronteras vecinales luego de conocerse el rotundo fallo del Tribunal Constitucional peruano que, admitiendo por primera vez los derechos de una comunidad indígena sobre su territorio, dejaba sin efectos las cuestionables resoluciones del Poder Judicial madrediosense que en la práctica la habían convertido en una subversiva.
En el local donde todas las tardes las mujeres de su comité se reunían para producir las bolsitas de castañas confitadas que empezaban a comercializar, la expresidenta de la única comunidad nativa de Madre de Dios que pudo derrotar, al menos judicialmente, a las hordas mineras que se abaten sobre el departamento más biodiverso del Perú, me fue explicando la lucha emprendida por su pueblo.
“Antes de la llegada de los mineros ilegales vivíamos en paz, tranquilos. El bosque era nuestra botica, nuestra tienda, nuestra ferretería”, me dijo.
Juana no recuerda cuando fue con exactitud, pero en algún momento su comunidad decidió construir una trocha de 18 kilómetros para conectarse con la carretera principal que por entonces no se llamaba Interoceánica pero que igual les podía servir para colocar sus productos en las demás localidades de la provincia de Tambopata.
Fue su perdición. Por la trocha carrozable que construyeron con tanto empeño empezaron a ingresar los extraños que en menos de lo que canta un gallo se apoderaron de sus tierras. “Los mineros se metieron a nuestro territorio, primero de a poquitos, después como una avalancha”, refiere.
Dos años después del inicio de la invasión minera a la comunidad de Tres Islas, las playas que forma el río Madre de Dios al recorrer su territorio, primero, y los bosques de las quebradas, más próximas, luego, se fueron llenando de campamentos que reproducían la misma escena que lamentablemente se ha hizo tan popular en el departamento: covachas de techo de lata y plástico azul, maquinarias de todos los diseños y tamaños, cilindros de combustible, delincuencia a granel, prostibares (prostíbulos en la terminología local), etc.
La ley de la selva
Cansados de la desatención de las autoridades encargadas de evitar la invasión de sus tierras, los comuneros de Tres Islas decidieron en los primeros días de agosto del 2010 construir una caseta de vigilancia y una tranquera para controlar el ingreso y la salida de los vehículos que abastecían a los mineros. Ardió Troya. Las dos “empresas” de transportistas que operaban en la vía de acceso a Tres Islasdenunciaron a Juana y a tres miembros de la directiva comunal ante del Poder Judicial por impedir el libre tránsito que la Constitución Política del Estado garantiza a todos sus ciudadanos, sean infractores o no.
En pocas horas la comunidad pasó de ser demandante a demandada. La policía, que hasta entonces se había mantenido al margen, irrumpió de acuerdo a ley en el territorio comunal con la intención de restablecer el statu quo y antes de que acabara el mes de agosto retiraron la tranquera que los comuneros habían puesto, destruyendo además la caseta de control.
Fueron días, meses y años de tensiones y arduo trabajo, de ir y venir a Puerto Maldonado –diez soles de ida, diez de vuelta en los colectivos que hacen la ruta- para evitar que la razón de los poderosos se imponga sobre la justicia y el sentido común.
Finalmente, en setiembre del 2012, dos años después de haber tomado la decisión soberana de impedir el ingreso de los mineros ilegales a su territorio para preservar la vida de la gente y la salud de sus bosques, el Tribunal Constitucional, el máximo organismo de interpretación y control constitucional del Perú, dictó sentencia a favor de la señora Payaba y los dirigentes injustamente perseguidos.
Acabo de regresar de su casa en Tres Islas. He pasado el día con ella y con su esposo, don Adolfo Cagna Andaluz, asháninka, alguna vez marinero por estos ríos de trazos indefinibles.
He conocido a algunos de sus hijos, al Teddy, a Clara que ya es vocal de la junta directiva de su comunidad y a las dos últimas de la prole: Ketty y Almendra, estudiantes todavía en la Institución Educativa Aquiles Velásquez Oroz de Tres Islas y tan buenas futbolistas como su madre.
Hemos charlado y charlado de todo, le he podido robar su historia que es la historia de una mujer-coraje, de una ambientalista ejemplar que lo dejó todo para cumplir los consejos de su padre, un hombre sencillo que la conminó a luchar por las tierras de los ancestros, por los derechos de una pequeña comunidad de peruanos ese ejas, asháninkas y shipibos que después de tanta guerra decidieron vivir en paz en un bosque y cerca a un río que algún día fue infinito en riquezas y que ahora se está convirtiendo, pese a tanta lucha, pese a tanta muerte, en el coto privado de los que no aprendieron a respetar lo que es de todos.
Estoy conmovido, vengo de conocer a una Maestra, a una combatiente, a una mujer de acero que está venciendo al cáncer porque todavía, me lo dijo en su cocina llena de vida y de voces, hay muchas cosas que le quedan por hacer en esta tierra bendita que nos afanamos en perder.
Gracias Juana por tanto amor…