Casos como el del ex periodista de Perú21, Rudy Palma, recluido en Piedras Gordas por haber vulnerado los correos electrónicos de altos funcionarios del gobierno, vuelven a poner en la mira el debate en torno al ejercicio periodístico y sus límites. ¿Existen hoy razones justificadas para pensar en posibles vetos a la labor informativa?
“Alguien de arriba nos quiere silenciar”, alertó Fritz Du Bois Freund, director de Perú21, en entrevista con El Comercio, el domingo 27. Aunque no dio nombres, las palabras de Du Bois prenden las alarmas en torno al caso Rudy Palma Moreno, el periodista que, desde el 21 de mayo, se encuentra recluido en el penal Piedras Gordas por haber hackeado el correo electrónico del titular de Comercio Exterior y Turismo (Mincetur), José Luis Silva Martinot.
¿Por qué el caso Palma (y otros de su tipo) ha generado preocupación en los gremios de prensa nacionales? ¿Existen intereses subrepticios por acallar a ese medio y, por extensión, limitar la labor periodística? La historia arranca el lunes 23 de abril con la visita de Silva Martinot a Perú.21, en el piso 6 del jirón Miró Quesada 247, en el Centro de Lima. Eran alrededor de las 9 p.m. y el tecleo de las computadoras aún resonaba en la redacción. Silva, según El Comercio en su editorial del último domingo 20, llegó a las oficinas del diario para “averiguar el origen de las intromisiones detectadas en los correos electrónicos de su ministerio”.
El rastreo electrónico del Mincetur había detectado que el ingreso a las cuentas de correos provenía del IP (Internet Protocol o código con que cuenta una red de computadoras) de Perú.21, por lo que “ese diario permitió al día siguiente, sin necesidad de orden judicial, que la policía y la fiscalía interviniesen la PC que usaba Palma”, refiere el editorial.
El periodista de 35 años fue detenido dos días más tarde. De acuerdo con informes de prensa, Palma reconoció a la Policía “haber tenido acceso a los correos del Ministerio de Comercio Exterior y Turismo y de otros funcionarios del Estado” y que “sí utilizaba la información que consideraba de interés público para escribir artículos, tales como traspaso de los consejeros comerciales de Cancillería a Mincetur, medidas para la reducción de los costos portuarios y para promocionar la marca Perú, entre otros”.
La Fiscalía le abrió investigación por delitos informáticos, violación de correspondencia y revelación de secretos nacionales. Por este último, Palma, quien dijo haber actuado de manera personal y sin el conocimiento de su jefa, la editora de la sección Economía, Gina Sandoval, podría recibir hasta quince años de prisión. Pero lo que más preocupa en este delicado caso son los visibles excesos que han marcado el inicio de la investigación.
“Se han cometido serias irregularidades en el proceso”, denuncia la periodista Jacqueline Fowks, docente del Departamento de Comunicaciones. “Uno ha sido que enviaran a Rudy Palma, en un inicio, al penal de Lurigancho, que no es a donde le correspondería, porque es una persona que no tenía riesgos de escaparse ni tenía antecedentes penales. Lo segundo ha sido la notificación para citar a declarar a Gina Sandoval, cuando luego se comprobó que este documento estaba fraguado. Esos dos puntos evidencian que no ha sido una investigación que se ha llevado con el debido proceso. Es claro que Palma es culpable en este caso, pero en el proceso de la investigación y la detención ha habido irregularidades muy claras. Es preocupante”.
La de Fowks no ha sido la única voz que se ha pronunciado en ese sentido. El periodista Gustavo Gorriti, director de la web IDL-Reporteros, dice que en el caso de Palma “ha habido un exceso punitivo. Haberlo mandado primero a Lurigancho y después a Piedras Gordas ha sido excesivo. Sin embargo, lo que sí queda claro es que el hackeo es un delito. Así como un periodista no tiene derecho a entrar a una casa para robar documentos o asaltar a alguien para sacárselos, tampoco tiene derecho de meterse subrepticiamente en los correos. No conozco casos donde se haya hecho una cosa parecida”.
Pero Palma no es el único periodista que enfrenta a la justicia. También Juan Carlos Tafur, director de Diario16, y Roberto More, editor de la web Inforegión, tienen un proceso por difamación que culminó ayer en primera instancia, con la sentencia de ambos a dos años de prisión suspendida y un pago de 120 mil soles a favor de Ketín Vidal, el querellante. Más recientemente, se emitió una discutida orden de detención contra Marco Zileri, director de Caretas, por un caso de difamación.
El Congreso tiene actualmente pendiente de discusión una ley que busca castigar con cárcel a los periodistas que difundan información proveniente de interceptaciones ilegales. Se trata de la llamada “ley mordaza”, impulsada por el pepecista Javier Bedoya de Vivanco en el 2010. Esta iniciativa nace luego de que se hicieran públicos los audios en los que la candidata municipal a la alcaldía de Lima, Lourdes Flores Nano, menospreciaba el cargo al que aspiraba.
“No toda ley que tenga algún nivel de restricción a la prensa es una ley mordaza”, zanja Martín Carrillo, docente del Departamento de Derecho.
“Hay formas de establecer, no censura, pero sí parámetros de responsabilidad de los comunicadores dentro de un sistema democrático; que existan niveles y espacios donde tengan algún nivel de responsabilidad, no por lo que dicen, sino en tanto afectan derechos de terceros. El derecho del comunicador, que es muy amplio y hay que darle todas las garantías, tienen en algún momento un punto de frontera, y traspasarla podría significar responsabilidades en tanto que lesiona otros derechos que también son válidos, como el respeto a la vida privada. Está claro que muchas de estas leyes tienen riesgos, amenazas e intereses. Pero el otro extremo, de que los comunicadores no tienen ningún límite a su actuación, me parece que igual encierra un conjunto de peligros y puede lesionar la vida en sociedad”.
Fowks cree que la autorregulación es la mejor manera de evitar estos problemas, ya que “no contamos con un Estado suficientemente capacitado para poder hacer alguna regulación justa. En otros países, en cambio, ha habido buenas experiencias. En Chile, por ejemplo, después de una determinada emisión, el gobierno hace un llamado de atención y sanciona al medio. Aquí, en cambio, es difícil que suceda lo mismo, ya que no hay costumbre ni tradición para una sana regulación”.
La pluralidad es otro valor válidamente exigido a los medios. Sin embargo, esta aparece limitada cuando los conglomerados mediáticos optan por líneas informativas muy similares al tratar temas cruciales. En las campañas electorales recientes hubo, por ejemplo, serias restricciones de información.
“Existe un principio constitucional que prohíbe la concentración. No deberíamos ver solo canal 7, porque se trataría de un monopolio estatal. Tampoco se trata de evitar que haya proyectos empresariales en materia de comunicación, sino que exista pluralidad. La concentración económica reduce las voces, los enfoques, las perspectivas”, refiere Carrillo.
Fowks, por su parte, afirma que “el hecho de que un grupo mantenga varios medios a la vez no significa que todos vayan a tener la misma posición. No es una cuestión utomática. Diría, más bien, que es preferible que el mismo mercado se autorregule, que las empresas que tienen líneas editoriales distintas puedan ofrecer sus productos al mercado y que sean escogidas por el público; no que haya una norma que diga ‘ok, esta empresa está teniendo demasiados medios, hay que restringirle su capacidad de tener licencias’. Yo diría que tienen que dejarlas actuar como empresas”.
No obstante, el problema de fondo toca las fibras sensibles de la libertad de prensa cuando aparecen síntomas de persecución o silenciamiento a la labor informativa. México es el caso extremo. En ese país, por ejemplo, fueron asesinados 75 periodistas entre el 2000 y 2011, según cifras de la Comisión Nacional de Derechos Humanos mexicana. Aquí la prensa no corre tales riesgos, aunque, de vez en cuando, sea bueno y necesario mirar con reticencia los embates del poder (Carlos Franco).