Hoja sin ruta

Corvinilla Alta es uno de esos caseríos alejados y silenciosos donde la vida ha transcurrido siempre en torno a la siembra de hoja de coca, como tantos otros en el valle del Monzón, en la ceja de selva de Huánuco. Meses atrás, su agente municipal, Javier Martell, se animó a llamar a la comisaría de Palo de Acero, a cuya jurisdicción pertenece, para invitar a los policías a una ceremonia en este pequeño pueblito. Contestó el teléfono el mayor PNP Wilber Portella, quien confirmó su presencia. El día de la ceremonia, después del izamiento oficial y el himno, Martell comentó que la última vez que había visto una bandera peruana colgada en su caserío él tenía 8 años. Ahora tiene 40.

Algunos cambios ha habido en el Monzón, este bastión histórico del narcotráfico. En total se erradicaron casi 10 mil hectáreas de hoja de coca, se intervino decenas de laboratorios de producción de pasta básica de cocaína y se desplegó un plan de cultivos alternativos a través de Devida en aquellas localidades que habían firmado acuerdos previos, como Corvinilla Alta, por ejemplo. Además, fueron instaladas comisarías en el propio distrito de Monzón, en Cachicoto y en Palo de Acero, donde trabaja el mayor Portella.

«Al comienzo no nos recibían, en los quioscos de la zona ni siquiera nos querían vender agua», reconoce Portella. En cambio ahora, con el Monzón relativamente pacificado, la relación es otra. Hoy, cuenta el oficial, los efectivos de esta comisaría realizan, además del trabajo policial formal, tareas de apoyo que van desde repartir útiles escolares a los niños de la zona hasta organizar jornadas de recojo de basura y corte de pelo: «Hasta hemos atendido un parto».

El Monzón está en un tránsito. Días atrás, Carmen Masías fue relevada de la jefatura de Devida y reemplazada por el ex ministro de Defensa Alberto Otárola. De inmediato se inició una polémica respecto de si se debía continuar con la erradicación y posterior asistencia en cultivos alternativos (como era la tendencia de Masías) o si se debería llevar a cabo un programa de ‘reconversión productiva’ sin erradicaciones violentas, como ha planteado Otárola. Lo hecho en el Monzón sirve para tener una idea de lo que sí funciona en territorios conquistados por el narcotráfico. Y también de aquello que no anda bien.

DIFÍCIL LA ALTERNATIVA

«¡Jala, nomás, yo voy a sembrar otra vez!». Silvia Serna amenazaba a un agente del Proyecto Especial de Control y Reducción de Cultivos Ilegales en el Alto Huallaga (Corah), pero ya no había nada que hacer, porque ya sus plantas de coca habían sido arrancadas desde la raíz y luego cortadas con machete. Esto ocurrió en el caserío de Sacha-vaca, perteneciente a Monzón.

Para mala suerte de Silvia, los erradicadores habían instalado su campamento temporal muy cerca de su casa y de sus chacras. Sus pequeñas parcelas de coca fueron las primeras en ser arrancadas en esta zona. «Aunque sea déjame un pedazo de chacra», amenazaba y suplicaba al mismo tiempo.

En la segunda mitad del año 2012, en pleno proceso de erradicación de cultivos de hoja de coca en el Monzón por parte del Proyecto Corah, se vivieron días críticos. El 28 de agosto de ese año, campesinos y dirigentes de los gremios cocaleros locales se enfrentaron a los erradicadores, que iban resguardados por policías. Aquel día murieron dos civiles y otros cinco quedaron heridos. En las semanas siguientes la situación empeoró: bloqueos de pistas, amenazas de atentados, más enfrentamientos y un debate relacionado a si debían suspenderse los trabajos de erradicación en este lugar.

En cada cosecha, Silvia obtenía 15 arrobas de hoja de coca. La Empresa Nacional de la Coca (Enaco) le ofrecía S/.60 por cada una. Un sujeto a quien ella no conocía, pero que obviamente acopiaba la hoja para el narcotráfico, le ofrecía US$ 40. «Yo no producía droga, no tenía nada que ver en el negocio. A mí me compraban mi hoja y con eso pagaba cosas», explica. Cuando erradicaron hasta la última de sus plantas, ella buscó al alcalde de Monzón para que le dé trabajo. Recibió capacitación en cómputo en un telecentro instalado por Devida. Poco después la contrataron -es un decir- como personal de apoyo en el colegio Carlos Noriega, donde recibe un sueldo -es un decir- que no alcanza para mantener a cuatro hijos.

«¿Qué hago, entonces?», responde cuando se le pregunta si volvería a sembrar coca. «Estoy en el lado legal, me han dicho para sembrar cacao, ya no tengo coca, pero mientras tanto no tengo cómo pagar ningún gasto». Silvia funciona como el límite exacto entre lo que podría terminar siendo una gestión adecuada del Estado y un nuevo fracaso en la lucha contra las drogas.

FINAL ABIERTO

En el mercado del distrito de Monzón, donde uno antes podía comprar desde pollo y pescado hasta, por supuesto, hojas de coca por montones, ahora no hay nada. Solo está abierto un puesto de comida, pero casi no tiene clientes.

Cuando el gobierno continuó erradicando los cultivos de coca en esta región, la mayoría de hombres adultos se fue a otros lugares a sembrar, como Pichis-Palcazu o el propio Vraem. No hay una estadística oficial al respecto, pero es fácil darse cuenta: no hay gente en Monzón. «Aquí hubo un éxodo. Si quieres comprobarlo, vamos al colegio y contemos cuántas carpetas vacías hay», resume Josué Ramírez, dirigente y promotor del cultivo alternativo en la zona.

En Monzón todos sembraron coca alguna vez. Todos. Los abuelos de Josué, sus padres y él mismo la sembraron. Cuando llegó el programa de erradicación a este lugar, la población se dividió en dos y Josué lideró el grupo de quienes aceptaban la erradicación a cambio de proyectos de cultivos alternativos. Y del apoyo del Estado, además.

Entonces formó la Asociación de Desarrollo y Bienestar del Valle del Monzón y se opuso directamente a la Federación Cocalera. «Y casi me linchan aquí mismo», cuenta sentado en una banca de la plaza de Armas de Monzón. En este pequeño parque hay un solo monumento: dos hojas de coca abiertas, enormes, apuntando al cielo.

Josué decidió, decíamos, apoyar la erradicación y aceptar el ingreso de programas sociales desplegados por el Gobierno en este distrito. Incluso inscribió a su madre en Pensión 65 y a vecinos suyos, más jóvenes, en Beca 18. Pero el apoyo casi no ha llegado.

«Hay cerca de dos mil personas mayores inscritas en Pensión 65. Pero solo reciben ayuda 200. Mi madre tiene 87 años, pero no recibe nada. ¿Qué más ya podríamos hacer? Si quieren que dejemos la ilegalidad, ¿por qué no nos apoyan?», pregunta.

En toda su historia reciente, el Monzón ha estado siempre bajo algún dominio. El de las drogas, el de los dirigentes cocaleros, el del terrorismo, el de la pobreza. En los últimos dos años es el Gobierno el que quiere controlar una zona que le fue siempre difícil. Está a punto de lograrlo, pero también está a punto de perderlo.

CIFRAS

9 mil 500 hectáreas de hoja de coca ilegal han sido erradicadas en el valle del Monzón, en Huánuco.

1,000 Dólares puede llegar a costar un kilo de clorhidrato de cocaína producido en el Monzón.

80 toneladas de droga producía anualmente esta zona. El cargamento se enviaba luego a Lima y al extranjero.

ECOS

A fines de mayo, el Gobierno buscó otro “perfil” para la presidencia de Devida y le dijo adiós a Carmen Masías. En su lugar asignó a Alberto Otárola.

Una de las razones de la salida de Masías sería la discrepancia entre ella y funcionarios del Ejecutivo en torno a los planes de erradicación en el Vraem, previstos para este año.

Otárola, en sus primeros días en el cargo, mencionó un plan de «reconversión productiva» en los valles cocaleros del Vraem.

Para algunos analistas, el relevo de Carmen Masías -quien apostó siempre por la erradicación de cultivos- podría significar un retroceso en la agresiva lucha contra el narcotráfico.

Los críticos de la gestión de Masías opinan, en cambio, que la erradicación solo afectaba a los pequeños productores y no a los grandes narcotraficantes (Somos).