A quince meses de concluir su segundo mandato, el gobierno aprista atraviesa por un crítico momento que demanda del doctor Alan García firmeza, imparcialidad y liderazgo en su doble papel de presidente de la República y jefe del Apra. Al mismo tiempo se requiere seriedad de la oposición.
Está de por medio la estabilidad política, económica, social y ética del país, golpeado por la denuncia de varios casos de corrupción en un sector del oficialismo, y amenazado por la alianza del terrorismo y el narcotráfico.
El presidente García ha sido duro al calificar a quienes aprovechan su filiación aprista o los cargos públicos para perpetrar ilegalidades. Ha generalizado, desatando el malestar al interior de su partido. García ahora debe actuar severamente e individualizar responsabilidades, expulsando del aparato del Estado —y de su propio partido— a quienes desacreditan su gestión.
Mientras el presidente intenta poner orden, la oposición aprovecha las circunstancias para desprestigiar al gobierno. Y no solo esto: a puertas de las próximas elecciones municipales y regionales, los peruanos y peruanas debemos soportar a los representantes de las diferentes tiendas políticas, descalificándose mutuamente con argumentos pueriles, que solo debilitan la imagen de los partidos.
La ciudadanía merece ser respetada y demanda políticos con discursos articulados enfocados en los problemas nacionales: Creciente accionar del narcotráfico, terrorismo, inseguridad, entre otros.
Los enemigos del Estado de derecho —terroristas y narcotraficantes— son los únicos beneficiados con las campañas electoreras de dimes y diretes, de calificativos que desunen. Son ellos los que sacarán provecho del vacío de propuestas y de la falta de investigaciones confiables, juicios imparciales y sanciones a los corruptos.
El Perú, en su conjunto, se enfrenta a un enemigo bicéfalo que cuenta con grandes recursos. Las acciones de inteligencia, de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional y la labor del Corah (Proyecto Especial de Control y Reducción de los Cultivos de Coca en el Alto Huallaga) han afectado los intereses de los capos de la droga, y por ello alientan y financian a los terroristas.
La situación se torna más preocupante cuando se sabe que grupos de la “línea dura” de Sendero Luminoso lucran con la producción de cocaína y se han convertido en una “firma” más de la droga que intenta avanzar en la zona del Huallaga.
Los peruanos merecemos una clase política que asuma el rol histórico de deponer sus intereses partidarios y electorales en bien de la patria, y no unos personajes que distraen con otros asuntos sin ponderar la gravedad de los problemas.
Lo urgente es considerar lo que está en riesgo y alentar una mayor presencia del Estado en las zonas infestadas de narcotraficantes y terroristas. Esto implica redoblar esfuerzos en los programas de sustitución de cultivos, crear infraestructura, fomentar la educación, la salud y la seguridad, e incrementar las bases antisubversivas y policiales.
Tiene también que renovarse el armamento sin descuidar las labores de inteligencia ni las de interdicción, en las que hay que diferenciar a los cocaleros legales, que merecen apoyo, de aquellos cómplices del narcotráfico y el terror, que incluso aportan caudillos políticos que defienden sin sangre en la cara los cultivos ilegales.
Debe actuarse sin demora. La irresponsabilidad no puede llevar a que se reedite la violencia terrorista de los 80, que desangró al país y causó tanto daño a la economía y a la paz social.
El Gobierno, deslindándose de la corrupción, tiene que asumir la responsabilidad de cautelar el orden y la paz internos. Y bien haría la oposición y la clase política en apoyar esa causa por el futuro del país.