El Comercio. Loreto y San Martín son, para algunos que dicen llamarse turistas, ciudades idóneas para corroborar el mito de la mujer selvática ardiente. Mito que se extiende hasta creer que todas las adolescentes y jóvenes del lugar están dispuestas a vender sus cuerpos por necesidad o porque, tras una iniciación sexual temprana, lo ven común.
Estas tres historias dan cuenta de que no se puede esconder el problema bajo el rótulo de prostitución voluntaria. Sus relatos confirman que la trata y el engaño existen. Algunas salen y enjuician a sus captores, otras continúan en ello. El engaño llevó a tres jóvenes de Iquitos a vivir, en diferentes momentos, la pesadilla de ser retenidas para ser explotadas. Una enjuició a su captor, otra captó a otra menor para salir y la última continuó.
Rabia y orgullo
La casa que buscamos está a diez minutos de la Plaza de Armas de Iquitos. En una calle atravesada por un canal de agua estancada, donde las gallinas deambulan cual mascotas y los niños juegan con el barro de la acequia. Solo sus padres, desparramados en sillas dispuestas al aire libre, cruzan miradas cómplices cuando preguntamos por Doris. Todos la niegan. Hasta que la vemos salir de una bodega. Luego de cruzar unas palabras, nos pide pasar a su casa. “Así son. Me miran, hablan mal” es lo primero que nos dice. Su mirada tiembla y brilla de rabia.
Doris quiere ser ingeniera agrónoma. Estudiaba para eso en la universidad, pero decidió escuchar a un vecino suyo, John Gonzales Pacaya, quien dijo conocer a la dueña de un restaurante que paga bien por servir y lavar platos. “Con eso podrías terminar de pagar tu carrera. Otras amigas ya han ido”, le dijo.
Doris convenció a su prima y ambas viajaron a Lima la mañana del 15 de enero. La tarde del 16 escaparon de un edificio en la Av. La Marina, a más de mil kilómetros de distancia de su hogar, pues el supuesto restaurante no era otra cosa que un prostíbulo exclusivo para empresarios chinos y tailandeses que llegaban al puerto del Callao.
“Mi hija es estudiante. Me he esforzado para que no le falte, señorita. Yo… yo me pregunto por qué, por qué a nosotros”. El padre de Doris, que ha permanecido junto a la puerta, se frota las manos con desesperación. Sus ojos se humedecen y calla de nuevo.
La suerte o Dios, como ella recalca, hizo que la pesadilla no se concretara. “La señora nos mandó a limpiar cuartos. No se hagan –agregó–, ya saben a qué han venido”. La señora es Alia Villa Enríquez (45), y en su hotel tenía otras cinco chicas, también de Iquitos, quienes advirtieron a Doris que la obligarían a servir cerveza a los clientes, luego a bailar para estos y, finalmente, prostituirse. Como lo hacían ellas.
Doris pasó la noche en vela. Su maleta, ropa y DNI los tenía Villa, pero su prima escondió el celular en su ropa interior. “Me llamó, pero no podía hablar mucho. Le dije: ‘Si hay problemas, dime que todo está bien y si te quieren hacer daño, dime la casa es bonita’. Y me dijo eso… con voz temblorosa me dijo eso”, recuerda su padre. Sus ojos no se contienen.
Aprovecharon el descuido del guardia, que no habla español, y salieron con la excusa de atender un pedido de Villa. Una vez que se abrió la puerta, corrieron con lo que tenían puesto. Que la prima de Doris comentara que tenía un familiar en la policía puede haber influido para que la captora no haya ordenado ir a buscarlas.
La PNP, que había recibido la denuncia del padre, intervino el hotel en la noche y detuvo a Villa. Ella está presa, pero hace un mes dos sujetos buscaron a Doris para pedirle que se retracte. “La verdad está conmigo”, nos dice ella. Pero John sigue libre, quizá engañando a más chicas, merodea el barrio y alimenta los rumores contra Doris, la califica de prostituta. Salimos de su casa. La gente nos mira, nos señala.
De víctima a captadora
Rosa, como la llamaremos, tenía 14 años cuando fue convencida de dejar su trabajo como empleada doméstica en Loreto, sin saber que iba a ser obligada a vender su cuerpo en un bar de Amazonas. Los nulos controles en los viajes por vía terrestre y fluvial entre Iquitos-Nauta-Yurimaguas-San Martín hicieron que nadie se percatara de que una menor de edad era trasladada por un extraño, y contra su voluntad.
El tratante que la retenía optó por drogarla y hacerla adicta para que dependiera de él, pero en sus momentos de lucidez Rosa ansiaba su libertad. Una tarde, este le dijo: “Tráeme a esta niña y te dejo ir”, mostrándole una foto que encontró entre sus pertenencias.
Se trataba de la amiga de Rosa, otra empleada doméstica con quien compartía las tardes libres del sábado antes de caer en ese infierno. “Ella creyó y aceptó. Continuó con la cadena de mentiras y le llevó a la menor de 15 años, pero no la liberaron”, refiere la fiscal Marion Cuya, de la Unidad de Asistencia a Víctimas y Testigos.
Sofía, la nueva víctima, fue sometida a los mismos vejámenes pero, a las pocas semanas de su captura, convenció a un cliente para tener relaciones sexuales fuera del bar donde la retenían. Le pidió ir a un hotel. El proxeneta que la cuidaba accedió, total, le iban a pagar más. Había anochecido. El cliente y la adolescente iban en un mototaxi y atrás, en otro vehículo, los seguían dos hombres encargados de vigilar a la menor. No había nada planeado y era imposible saber lo que la calle le depararía, pero ocurrió: una patrulla de la policía pasó junto a ella y no lo dudó: se lanzó del vehículo y gritó por ayuda.
Sofía denunció a todos, incluida Rosa. Esta fue sentenciada, pero como tenía 14 años fue enviada al centro para menores infractores Santa Margarita, en Lima, donde cumplió una pena de 2 años. El 24 de febrero pasado, por fin, Rosa pudo volver a casa. Hoy está bajo protección judicial, pues ya se abrió una investigación por el delito de trata de personas con ella como víctima. Ella ha recibido tratamiento psicológico pero aún se siente atrapada en sus recuerdos.
Sin proxeneta
No tardamos mucho en llegar al punto acordado: una bodega que funge de bar al paso en un barrio de Iquitos. Karina, una menuda y delgada jovencita, nos saluda con soltura mientras mezcla cerveza y gaseosa en su vaso. “Eso fue hace 5 años. Tenía 18 cuando empecé. Un vecino me comentó que había un trabajo que, bueno pues, terminó siendo otra cosa. Él sigue en esto. Hay varios chicos gays acá que se encargan de reclutar a chicas y les pagan de 70 a 20 soles por cada muchacha que logra viajar”.
Karina bebe de su vaso y continúa. “Las chicas acá se inician sexualmente muy temprano y a los padres no les importa mucho cuidarlas. A muchas las engañan fácilmente”. Ella ha pasado por prostíbulos de Moyobamba, Tarapoto, Arequipa, Lima. La dueña del local donde la prostituyeron por primera vez no tenía un férreo control sobre las chicas, así que no fue muy difícil salir. “Me llamó, me dijo que me iba a pagar más, pero no quise”.
Karina siguió en ese mundo, ya por voluntad propia. Solo su pase por un bar de Mollendo, donde la dueña la dopaba durante el día para evitar su fuga, la hizo, dice, retirarse. “Ya no hago eso. Solo de vez en cuando salgo con amigos, y si ellos quieren, me dan propina”.
La última noche de nuestra visita a esta ciudad fuimos, una vez más, a la Plaza de Armas y el bulevar de Iquitos, lugares frecuentados por jóvenes prostitutas. Eran las 11 p.m. y ahí estaba ella, con otras tres amigas, coqueteando a un turista. Engañándose a sí misma.