El Comercio El modelo usado en la región San Martín para erradicar los cultivos ilegales de hoja de coca otorgó una segunda oportunidad a los pueblos indígenas para resurgir. Ahora, sin miedo, cuentan su historia.
La mala vida también enseña. ¿Cómo puede imaginar el futuro un niño de 10 años que ve llegar a diario avionetas con colombianos que recogen bolsones de droga y dejan, a cambio, cientos de billetes de dólares?
Eso fue lo que vivió Manuel Tuanama Fasabi, de 33 años, un indígena de la comunidad de Alto Shamboyacu, en la provincia de Lamas, San Martín. Él fue obligado desde niño a destruir parcelas familiares con cultivos de pan llevar para sembrar hoja de coca, destinada al narcotráfico.
Cientos de indígenas, sobre todo los más jóvenes, cedieron al dinero fácil. Las comunidades se corrompieron y sus ancestrales estructuras sociales se resquebrajaron. Dejaron la enseñanza escolar para aprender a procesar la coca en pozas de maceración. Fueron convertidos en esclavos: de día cosechaban la hoja y de noche la procesaban hasta convertirla en droga.
“De niño ganaba S/.10 diarios por acopiar la hoja. A los 25 años ya tenía mis chacras de coca. Un cártel colombiano muy poderoso nos compraba la producción. Yo era parte de la organización sin medir las consecuencias”, recuerda Manuel. La condición de esclavos condenó a muchos incluso a la muerte.
La solución
Hasta que llegó la era de la erradicación y los cultivos alternativos. Pero había que dejar de lado primero el temor, luego la vergüenza.
Ahora Manuel se gana la vida legalmente, sin tener que esconderse y sin miedo a ser víctima de un sicario.
La estabilidad empezó a aparecer cuando se puso en marcha el modelo San Martín, una experiencia exitosa en la lucha contra las drogas por el desarrollo de cultivos alternativos. La mayoría de estos sembríos son de café y cacao, con los que han obtenido reconocimientos internacionales.
Este modelo ha permitido la reducción de la extrema pobreza en el departamento de San Martín de 68% en el 2002 a 33% en el 2009. Además, generó la disminución de hectáreas de hoja de coca de 30 mil en 1990 a apenas 200 hectáreas en la actualidad. Hubo un verdadero cambio.
Nueva vida
La mala vida enseña, pero solo a aquellos que quieren aprender de ella. Hermógenes Salas Sangama, de 55 años, se dio cuenta un día, en medio del remolino de drogas, dólares y metralletas amenazantes, que eso ya no era vida. “Los únicos que se hacen ricos son los narcotraficantes”, comenta.
Hermógenes recuerda que cada cierto tiempo era obligado a bloquear carreteras de acceso a la zona cocalera para impedir los trabajos de erradicación de cultivos ilegales. Muchos indígenas pagaron con sus propias vidas este sacrificio; otros eran perseguidos implacablemente por la policía. Y seguían siendo pobres.
Hermógenes cuenta que cuando los indígenas empezaron a abandonar sus chacras de hoja de coca, y eludieron las amenazas de los narcotraficantes, estos no tuvieron otro remedio que dejar la zona y buscar nuevos focos para desarrollar su ilegal actividad. Los nativos recuperaron sus territorios con el paso de los años y los llenaron de nueva vida.
Ahora tanto él como Manuel están orgullosos por el cambio logrado en sus vidas. Además, su comunidad ha encontrado una vía de crecimiento sostenido, pues el café y el cacao que producen están en los más exigentes mercados del mundo.
A su edad, Hermógenes ha entendido que también la buena vida enseña. “Ahora es diferente, pensamos en el futuro. Nuestros hijos tienen una mejor vida y serán profesionales”, dice y muestra orgulloso las cicatrices en el brazo, fruto del trabajo en el monte y no del trabajo ilegal.
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