El Comercio. “Soy una chica que me gusta estudiar, pero en el lugar donde vivimos no hay progreso, porque tenemos que caminar para llegar al colegio y a mis padres no les alcanza la plata. Solo tenemos dinero cuando vendemos coca”, afirma Ca, una menor de 13 años que vive en el centro poblado de Filadelfia, en el Monzón, valle cocalero del Alto Huallaga.
Ca es solo uno de los testimonios que un equipo de investigadores del Instituto de Estudios Internacionales (IDEI) de la Pontificia Universidad Católica del Perú recogió entre octubre y diciembre del 2010, en las dos zonas cocaleras más convulsionadas del país: el valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE) y el Alto Huallaga.
A Ca no le falta razón. En el Monzón, el ingreso familiar es en promedio un poco más de S/.195 al mes y solo el 77% de los niños asiste a la escuela, según un informe del Programa de la ONU para el Desarrollo que data del 2009.
Según Fabián Novak, director del IDEI, la ausencia del Estado es la justificación para que en esas zonas se piense que la única economía posible es la producción de hoja de coca.
Valores trastocados
Los niños que trabajan en las zonas cocaleras ven esa actividad como una manera de ayudar a sus padres. La tarea en la que más se desenvuelven los menores es la cosecha de la hoja de coca. La labor de ‘jalar’ la hoja es realizada por el 90% de menores de entre 6 a 17 años, en su mayoría mujeres.
“Los niños saben que la hoja de coca que ellos producen va al narcotráfico. Y eso es lo preocupante, los menores se desarrollan en una cultura con los valores cambiados, en la que no se distingue lo que está bien de lo que es ilegal”, señala Novak.
El entorno donde se desenvuelven los menores es uno donde la prosperidad se refleja en las camionetas en la que se pasean los traficantes, o en la cantidad de mujeres que pueden tener.
“Yo no pienso estudiar en la universidad. Aquí estoy bien. Prefiero trabajar en la coca y tener plata, moto y casa. Además si me voy a Ayacucho a estudiar, ¿quién me va a mandar plata para cubrir mis gastos?”, declara E, un menor de 16 años residente de Villa Virgen, centro poblado de Vilcabamba, en la provincia cusqueña de La Convención.
Para Rosana Vega, oficial de protección de los derechos del menor para Unicef en el Perú, esta imagen se ve reforzada por la presencia de las cantinas como centros de diversión en la zona.
“No hay espacios de esparcimiento adecuado para la edad de estos chicos. Y terminan en la cantina, lo que los lleva al consumo del alcohol y prostitución”, afirma. Esto es corroborado con otro de los testimonios recogidos por el IDEI.
“A veces no asisto a clases por trabajar para comprarme mi ropa, zapatillas y cosas que necesito. A veces los profesores nos jalan si no los llevamos a chupar. Los llevamos a chupar y nos aprueban. A mis padres no les interesa”, contó O, de 15 años.
Unicef también realizó un estudio sobre la niñez en las zonas cocaleras en el 2006. Al parecer la situación de los menores no ha cambiado demasiado.
Recorrido delictivo
Dependiendo de la zona cocalera, los niños que recolectan la hoja reciben entre S/.0,80 hasta S/.1,20 por kilo ya embolsado. Como afirma Sandra Namihas, investigadora del IDEI, estas bolsas son entregadas, según los pobladores, “a alguien que pasa por ahí”. Los nombres están prohibidos.
Los sembríos puede ser cosechados hasta tres veces al año, por lo que en época de vacaciones escolares es notoria la migración de niños desde localidades vecinas.
Al crecer varios de estos menores, entre los 16 y 17 años, pasan a pisar la coca para extraerle el alcaloide en las pozas de maceración. Por este trabajo pueden recibir entre S/.80 y S/.100 al día.
El tramo más rentable del recorrido implica ser mochilero, es decir llevar la coca procesada por alguna de las diversas rutas hacia las ciudades, a cambio de US$100 a US$200 por viaje.
“Lo peor de esta realidad es que el narcotráfico no los saca de pobres, solo es una actividad que les da un ingreso fácil y les permite subsistir. Esto genera una bonanza artificial en la zona y nada más”, lamenta Novak.
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