El Comercio. Con una sustentación solvente y sólida, la Defensoría del Pueblo y también la Conferencia Episcopal se han sumado a los pronunciamientos que, en los últimos días, generó la aprobación de los polémicos decretos de urgencia 001-2011 y 002-2011 que flexibilizarían la certificación ambiental en 33 proyectos de inversión.
Los fundamentos no son políticos ni emocionales. Se trata de una explicación técnica sobre los peligros y amenazas que se ciernen sobre el medio ambiente si el Ejecutivo no da marcha atrás o el Congreso no observa tan cuestionable marco regulatorio.
Estamos no solo ante un conjunto de normas inconstitucionales, sino además riesgosas para el desarrollo sostenible y la defensa de políticas medioambientales que frenen la deforestación, entre otros graves problemas ecológicos.
Desde el punto de vista legal, como señala la Defensoría del Pueblo, “si bien los decretos de urgencia establecen que los referidos 33 proyectos deben contar con un estudio de impacto ambiental, aprobado antes del inicio de la ejecución de los proyectos o de las actividades de servicios y comercio correspondientes, esta certificación ambiental ya no será un requisito previo para la obtención de las autorizaciones administrativas de carácter sectorial, necesarias para el ejercicio de las actividades económicas que son materia de dichos proyectos”.
Aparte de la ilógica normativa, debemos preguntarnos si nuestras autoridades están capacitadas para otorgar autorizaciones sin considerar los fundamentos ambientales y sociales que se desprenden de un buen estudio de impacto ambiental. La respuesta es no. En los hechos, alerta la defensoría, dicho estudio corre el riesgo de convertirse en “una mera formalidad administrativa”, abriéndose las puertas a afectaciones diversas en contra de los derechos de las personas, sus comunidades y ecosistemas.
La Constitución Política del Estado es clara: en su art. 188, inciso 19, establece que es potestad del presidente de la República dictar medidas extraordinarias mediante decretos de urgencia en materia económica y financiera, pero “cuando así lo requiere el interés nacional”.
No es el caso de los decretos 001-2011 y 002-2011 que, como precisa el pronunciamiento defensorial, ni siquiera precisan “cuáles son las consideraciones de extraordinaria y urgente necesidad que justifican su expedición. Tampoco se señala qué daños irreparables se ocasionarían de no emitirse estas normas”, lo que los hace inconstitucionales.
Por lo demás, son medidas rechazadas por las comunidades donde se aplicarían los proyectos de inversión, como lo destacan la Conferencia Episcopal y los obispos amazónicos. ¿Entonces, de qué interés público se habla? ¿Y por qué tanta demora en la ley de consulta a los pueblos amazónicos y de la sierra, allí donde habrá inversiones mineras y de otra índole que podrían afectarlos?
Ningún peruano puede oponerse a la inversión, menos cuando genera recursos y fuentes de trabajo. Sin embargo, no se puede desvestir a un santo para vestir a otro; en otras palabras, cualquier iniciativa económica que pase por afectar el medio ambiente y derechos fundamentales resulta inadmisible e intolerable, y podría además ser fuente de nuevos conflictos sociales.
Por todas estas consideraciones, concordamos con la defensoría y la Conferencia Episcopal al exigir dar marcha atrás. El Congreso, y en último caso el TC, tiene que derogar estos decretos o, como también lo establece la Constitución, modificarlos completamente. Lo que no puede ni debe hacer es aprobarlos como están porque implicaría, en el corto plazo, trasladar al próximo gobierno una bomba de tiempo de consecuencias impredecibles.