Nos aproximamos a fin de año y resulta pertinente hacer una evaluación del balance anticorrupción en el Perú. En términos generales, podríamos decir que ha sido un año pésimo. Las últimas elecciones para gobiernos regionales y municipales han desnudado una realidad frustrante. Hemos tenido un altísimo porcentaje de candidatos con graves antecedentes de corrupción, algunos incluso postulando desde la prisión pese a la abrumadora existencia de pruebas en su contra. Este hecho ratifica que nos mantenemos en una tendencia histórica en la que quienes quieren acceder a la función pública consideran al Estado como un botín.
Peor aun, las encuestas revelan que la corrupción, en términos sociales, se ha “normalizado”. Los ciudadanos de a pie aceptan vivir con ella como si se tratara de un hecho natural, cuando no participan activamente en prácticas corruptas como una forma de facilitarse la vida o lograr cierta movilidad social. Que un 55% de los peruanos estén dispuestos a votar por un candidato que saben que robará pero hará algunas obras ratifica la perniciosa actitud del “roba pero hace” que tanto le ha costado al Perú.
La combinación de ambas situaciones se plasmó en los lamentables resultados electorales que han determinado que a partir de enero tendremos muchas autoridades a escala nacional que, en lugar de una trayectoria política destacada, lo único que pueden exhibir es un prontuario. Llama la atención que en varios casos incluso se ha reelegido a presidentes regionales o alcaldes acusados de diversas corruptelas en el desempeño de gestiones anteriores.
Los escándalos del Caso ‘La Centralita’, que involucra corrupción y muertes, y por el cual un presidente regional y parte de su red corrupta están presos, así como del Caso Orellana, han evidenciado la penetración del crimen organizado en instituciones claves del Estado. También nos enrostran los niveles de descaro a los que ha llegado la impunidad en nuestro país: todos sabemos quiénes son los corruptos y lo que están haciendo y, sin embargo, asistimos impasibles a un espectáculo en el que no solo no son castigados, sino que se presentan como modelos de éxito social y económico.
Resulta lógico que los niveles de impunidad hayan escalado sideralmente si el Ministerio Público, institución encargada de investigar y perseguir el delito, protegernos de los criminales y defender la legalidad, tiene a sus jefes máximos –el actual y el anterior– investigados bajo sospecha de estar vinculados con el crimen organizado. Por otro lado, es curioso, como han revelado recientes audios, que algunos corruptos celebren que sus casos hayan sido asignados a determinados jueces. La penetración de las instituciones tutelares por redes ilícitas limita considerablemente la acción del Estado y lo pone en evidente desventaja en la lucha contra el crimen.
A este escenario hay que agregar el ya acostumbrado aporte del Congreso de la República con padres y madres de la patria acusados de tráfico de influencias, contratando con el Estado a través de empresas de fachada para burlar la ley que lo prohíbe o comprando inmuebles que no pueden explicar con ingresos legales.
El Ejecutivo, por su parte, no está exento de sospecha. Personajes perseguidos por la justicia por supuesta actividad criminal estuvieron relacionados con el partido de gobierno y la campaña presidencial. Un primer ministro y varios funcionarios de alto nivel se han visto obligados a renunciar por haberse revelado información que cuando menos evidencia que han estado envueltos en relaciones impropias.
Es poco lo que se ha hecho para evitar llegar a esta situación. Más allá de uno que otro discurso en el que se dice que no se tolerará la corrupción, no ha habido actos concretos que evidencien una real voluntad política decidida a enfrentarla. Llamó mucho la atención que, en un contexto como el descrito, no hubiera habido una sola referencia por parte del presidente de la República en su discurso a la nación por el Día de la Independencia sobre las medidas a adoptar para poner freno a la descomposición social que nos aqueja.
Es mucho lo que se ha dejado de hacer. Existe una institución creada especialmente para combatir la corrupción: la Comisión de Alto Nivel contra la Corrupción (CAN). Esta entidad, que se supone debe ser un espacio de encuentro y articulación de las instituciones públicas, privadas y la sociedad civil, pese a estar dirigida por una persona competente y contar con planes que de ejecutarse podrían hacer alguna diferencia, ha sido abandonada a su suerte al punto que no es convocada por la primera ministra.
La Contraloría General de la República, que ahora cuenta con facultades de control previo y podría contribuir a prevenir la corrupción en el ejercicio de la función pública, parece llegar tarde a atajar a los corruptos. El grueso de los casos de corrupción relevantes es descubierto o destapado por la prensa de investigación, que felizmente se ha convertido en una instancia de control no institucionalizado.
En suma, nos encontramos frente a un balance negativo que nos debe llamar a la acción para revertir la peligrosa situación en la que estamos. Niveles altos de corrupción como el que padecemos actualmente se salen fácilmente de control y ello afecta la gobernabilidad y la propia viabilidad del Estado.