Asesinos silenciosos en el Alto Huallaga


Las minas artesanales y trampas explosivas, también conocidas como Improvised Explosive Device, IED, están cobrando numerosas víctimas entre civiles y fuerzas del orden, en la larga y silenciosa guerra que el narcotráfico ha declarado en las zonas más agrestes de nuestra selva. Articulo publicado en el número 3 de la revista Perú Defensa & Seguridad, con la firma del periodista Lewis Mejía.


 


Ciegos. Sin un brazo, una mano, una pierna o un pie. Con numerosas cicatrices producto del impacto de las esquirlas sobre la piel. Así han quedado muchos peruanos de la zona rural de nuestro país por causa de las minas artesanales y trampas explosivas ‘caza-bobos’, instaladas por los grupos subversivos durante 25 años de violencia, y de las que hoy prácticamente casi nadie recuerda.


 


Sin embargo, las también denominadas Improvised Explosive Device, IED siguen vigentes, reclamando su cuota de dolor en el Alto Huallaga, entre las regiones Huanuco y San Martín, donde abundan los cultivos ilegales de hoja de coca para alimentar los laboratorios de pasta básica de cocaína.


 


Y donde según fuentes policiales los remanentes de Sendero Luminoso prestan servicio como sicarios al narcotráfico, aportando su larga experiencia en guerras de  baja intensidad.


 


El empleo cada vez más frecuente de trampas explosivas está generando un riesgo enorme para la población civil que nada tiene que ver con la producción de drogas.


 


También causa preocupación que esta modalidad de violencia se extienda a las cercanías de los centros poblados.


 


Según datos policiales citados por la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas, DEVIDA, el narcoterrorismo perpetró desde el 2004 a la fecha, un total de 84 atentados contra los erradicadores de las plantaciones ilegales de hoja de coca en el Alto Huallaga. De esta cifra, 24 fueron ataques directos con explosivos tipo ‘cazabobos’.


 


El despliegue de esta cifra revela que en el 2005 se produjeron cinco atentados, en el 2006 la cifra creció hasta quince, mientras que en el 2007 se registraron cuatro casos.


 


Sus objetivos son el personal del Proyecto Especial de Control y Reducción de los Cultivos en el Alto Huallaga, CORAH, y los equipos especiales de la Policía Antidrogas que los acompaña en su incansable búsqueda del delito por solitarios ríos y montañas.


 


La modalidad es perversa, y aunque se basa en medios con muy poca tecnología moderna, responde a una planificación estratégica que tiene como fin neutralizar la lucha antidrogas.


 


Tecnología de la muerte


Las minas artesanales son armadas con cartuchos de dinamita, un fulminante, puñados de clavos oxidados y vidrios rotos, algo de alambre para tensar y un envase cualquiera, que puede ser desde una caja de zapatos hasta una botella vacía de bebida gaseosa. 


 



Los delincuentes proceden a “sembrar” estos explosivos dentro de las áreas de cultivos ilícitos, para que cuando el personal policial o del CORAH ingrese y remueva los arbustos, estallen generándoles horrendas heridas.


 


También se ubican al lado del camino, a la orilla de un río, siempre listos para activarse. En realidad, son un macabro mensaje para la sociedad, de que nadie puede ingresar a esos santuarios de la droga sin permiso de los “barones del delito”.


 


Por los casos registrados a la fecha en el sector de Yanajanca (sector de Aucayacu, en la región Huánuco) y alrededores, fuentes policiales han llegado a colegir que los senderistas vienen desempolvando sus viejas técnicas de la guerra de baja intensidad, que desplegaron entre los años 80 y 90 en los valles interandinos y en algunas ciudades.


 


No se trata, por otra parte, de un invento. En realidad, estas armas y su aplicación se basan en las experiencias obtenidas en la guerra de la independencia de Argelia frente a Francia, entre los años 50 y 60, refinadas posteriormente en el sudeste asiático tras la intervención de Estados Unidos en la República de Vietnam del Sur.


 


Efectivamente, fue en las selvas de Indochina, en el periodo 1965-1975, donde las guerrillas del Vietcong dictaron verdadera cátedra sobre el aprovechamiento de las trampas explosivas tipo ‘caza-bobos’. De allí surgieron recetas sobre cómo armar una bomba casera o una mina rústica, y que posteriormente fueron traducidas en todos los idiomas y difundidas en los principales escenarios de conflicto, como el África, el Medio Oriente y América Latina.


 


No olvidemos que en las intervenciones policiales contra las guaridas del senderismo ocurridas hace diez años en nuestro país, se encontraron junto a panfletos subversivos e iconografía maoísta, una serie de documentos explicativos sobre cómo, cuándo y dónde colocar trampas como las que en el 2007 estallaron en los parajes de Huamuco, San Miguel y otros lugares del distrito de Cholón, provincia de Marañón, en la región Huánuco.


 


Tácticas depuradas


La elaboración y distribución de minas artesanales y trampas explosivas no surgen en la mente de un sencillo campesino que apenas sabe leer o escribir. Los equipos del Escuadrón de Desactivación de Explosivos, EDEX, y de la Dirección Nacional de Operaciones Especiales, DINOES, de la Policía Nacional han descubierto un patrón en la instalación de minas artesanales en los campos de cultivo de hoja de coca.


 


Es decir, las minas no están dispuestas al azar, y más bien siguen una planificación cuidadosa marcando distancias y siguiendo coordenadas que deben responder a planos que todavía no han sido ubicados.


 


Sólo el narcoterrorismo es capaz de tomarse estos cuidados para evitar heridos entre su propia gente al cosechar la coca ilegal.


 


El Ministerio del Interior y el Proyecto Especial CORAH vienen tomando medidas para evitar daños en los erradicadores, empleando perros rastreadores y policías desactivadores.


 


Sin embargo, tanto aquí como en otros escenarios donde actúa el terrorismo es muy difícil determinar la ubicación exacta de estos artefactos.


 


Se ha determinado que la carga explosiva es lo suficientemente poderosa como para herir, mutilar, arrancar ojos, manos y pies.


 


A través de horrendas heridas se busca generar la sensación de inseguridad entre los compañeros del caído, que escucharán sus gritos de dolor durante largos minutos, mientras esperan el arribo de la ayuda médica especializada que por lo remoto del paraje siempre tardará.


 


Es un mensaje crudo y sangriento de que en ese lugar inhóspito, cada uno de los centenares de erradicadores está a merced de los narcoterroristas, de que nada ni nadie puede asegurarles que no serán la próxima víctima, de que se enfrentan no a simples agricultores dedicados a la subsistencia mediante la hoja de coca, sino a una gran organización militar con muchos ojos, oídos y armas desplegadas en el campo.


 


Por si esto fuera poco, las trampas explosivas están creando grandes y costosos problemas logísticos al Estado y sus aliados contra el delito, afectando los resultados.


 


Basta confirmar la presencia de una sola mina, en cuyo armado se habrá invertido menos de 20 soles, para que toda la erradicación se detenga por horas o incluso dias.


 


Y además, sea necesario convocar a personal entrenado en desactivación y perros adiestrados en detección, helicópteros para la evacuación de las víctimas, efectuar gastos de hospitalización, recuperación y compensaciones económicas.


 


Las trampas explosivas, por otra parte, son una pésima publicidad que daña la capacidad de convocatoria para nuevos esfuerzos en la lucha antinarcóticos. La Policía Antidrogas sabe que es un nuevo enemigo silencioso al que hay que enfrentar, cueste lo que cueste.