Luego de la última emboscada perpetrada por facciones senderistas en el valle de los ríos Apurímac y Ene, VRAE, nuevamente ha quedado en evidencia la urgencia de reorientar la lucha contra el terrorismo y su socio el narcotráfico desde una perspectiva integral.
Pasar a ofensiva implica actuar en el ámbito de la estrategia policial militar, así como en el desarrollo de políticas sociales con plazos perentorios que permitan desarticular a quienes pretenden jaquear el Estado de derecho, imponer el terror como antaño y mellar la autoridad de las Fuerzas Armadas y policiales, que en los últimos años han perdido decenas de miembros.
Los diagnósticos son claros: de un lado, el narcoterrorismo controla el VRAE, sin que hasta el momento se haya logrado poner coto a la estructura que muestran a pesar de que desde el 2006 las Fuerzas Armadas iniciaron allí operaciones antiterroristas.
De otro lado, según “El mapa del narcotráfico en el Perú”, elaborado por el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad Católica, el 98% de la producción de la hoja de coca en las regiones de la sierra y la selva tiene fines ilegales.
Por eso, si en algo coinciden los expertos, no solo es en que estamos repitiendo la fórmula terror-pobreza y que el narcotráfico es la mayor amenaza a la seguridad en el Perú, sino que existen múltiples salidas que no se están aplicando, mientras el ilegal comercio de la droga sigue dominando la economía y la producción agrícola de Ayacucho, Huánuco y también del Cusco, región que cuenta con la mayor cantidad de hectáreas de hoja de coca ilícitas en el país.
Como recomienda el estudio de la PUCP, hay que potenciar los programas de desarrollo alternativo, como las plantaciones de palmito, y replicar el caso de San Martín, departamento que ha reducido sus hectáreas de coca a 1,6%.
Pero si algo demuestra esa experiencia es que también se requieren labores de interdicción permanentes para eliminar las pozas de maceración y controlar de insumos químicos, así como erradicar de manera sostenida los cultivos ilícitos.
Evidentemente, estas medidas no se podrán aplicar si previamente no se asegura una estrategia de seguridad que recaía tanto en la Policía Nacional como en las Fuerzas Armadas, para que trabajen codo a codo, la primera responsable en la lucha contra el narcotráfico y la segunda en el combate contra los grupos terroristas.
Esto implica, pues, que el Ejecutivo, a través de sus ministerios, cumplan sus responsabilidades de manera sostenida, empezando por canalizar los recursos que estos programas demandan.
Por el momento, resulta realmente preocupante que, como ha confirmado Devida, el aporte del Estado no se haya incrementado y peor que la cooperación internacional se haya reducido entre el 2007 y el 2009 en un 37%, no solo por la crisis internacional sino por la evidente falta de resultados en la lucha contra el narcoterrorismo.
El problema, sin duda, no solo se resuelve con dinero. Se necesita inteligencia, conducción, estrategia y una enorme voluntad política que debe respaldarse en el reciente compromiso adoptado por el presidente García en la cumbre presidencial extraordinaria de la Unión de Naciones Suramericanas, UNASUR.