Alivio. Eso es lo que han sentido los sobrevivientes y los familiares de los fallecidos en la matanza de Accomarca después de la condena de 10 militares por uno de los capítulos más oscuros del conflicto armado en el Perú. Aunque también algo de desasosiego porque siete de los acusados fueron absueltos, y preocupación porque nueve de los condenados no acudieron a la lectura de la sentencia y temen que podrían darse a la fuga.
“Ahora los familiares tenemos un poco de alivio”, asegura Cirila Pulido, que fue a su pesar testigo de excepción de cómo el 14 de agosto de 1985 miembros del Ejército maltrataban, torturaban y violaban a sus vecinos de Accomarca, en la sierra de Ayacucho, y luego los encerraban en tres casitas, los ejecutaban a tiros y granadazos y luego los quemaban. Entre las 69 víctimas mortales estaban su madre y tres de sus hermanos, de cinco, dos años y ocho meses de edad.
No es de extrañar su satisfacción, puesto que ella y otras decenas de sobrevivientes y deudos de las víctimas de esa macabra acción han estado 31 años luchando por justicia. Más de tres décadas soportando humillaciones, encubrimientos, indiferencia y la desidia del sistema penal especial para juzgar los crímenes cometidos durante el conflicto interno, que está resultando ser deficiente, lleno de carencias y que ha mostrado con ellos su lado menos sensible hacia las víctimas.
“Es indignante que los implicados no hayan estado presentes cuando dictaron la sentencia y que algunos por falta de pruebas han salido absueltos”, matiza Cirila. “Ahora nuestra preocupación es todavía porque no han capturado a los implicados”, alerta.
Han transcurrido 11 años, seis de ellos de juicio oral, desde que se inició el proceso contra 27 militares por la matanza de Accomarca, aunque la Justicia no ha podido sentar en el banquillo a 10 de ellos por no encontrarlos o, en el caso del jefe de patrulla Luis Robles, por estar huido en Estados Unidos. Además, otros dos no llegaron a ser sentenciados porque murieron en un proceso alargado de forma injustificada.
Peor aún, algunas de las víctimas “han fallecido esperando justicia por sus hijos, por su madre…”, lamenta Cirila.
Con la sentencia a 25 años de prisión como autores intelectuales a tres altos mandos militares, incluido el general en retiro Wilfredo Mori Orzo (jefe político militar de Ayacucho en 1985), a 24 y 23 años a dos de los jefes de patrulla que encabezaron el operativo, y a 10 años cada uno a cinco de los soldados rasos que participaron, ha concluido (al menos en espera de las muy probables apelaciones) una trágica historia que comenzó hace más de tres décadas, con la sangrienta guerra que desató Sendero Luminoso en la década de 1980 y que tuvo en el sur andino uno de sus escenarios más violentos.
Los antecedentes de la masacre
Accomarca es un distrito de la provincia ayacuchana de Vilcashuamán. Su centro urbano se encuentra en la ladera de una montaña a unos 3.300 metros sobre el nivel del mar. Situada a casi seis horas de viaje desde Huamanga, con el último tramo antes de llegar todavía de trocha, su población vive de la ganadería y la agricultura. Su tranquilidad se vio perturbada tiempo antes de la matanza de 1985. Y, desde luego, tardó mucho tiempo en recuperarla después.
Como tantos otros pueblos andinos, se vio atrapado entre los dos fuegos de Sendero Luminoso y el Ejército. Tanto uno como el otro arremetieron contra su población, acusándola en ambos casos de colaborar con el oponente. De hecho, “no solamente hemos perdido a los 69 (de la matanza del 14 de agosto de 1985) sino a 114, porque hubo muertes antes y después”, asegura Celestino Baldeón, vicepresidente de la Asociación de Víctimas de Accomarca, quien perdió a su madre en la masacre. “Y la matanza no fue solamente por los militares sino también por el mismo Sendero”, añade. Del total de víctimas mortales, 30 lo fueron a manos de los senderistas.
El informe que hizo la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) recoge que, ya en 1982, el grupo armado maoísta asesinó a las autoridades locales por negarse a dejar sus cargos. La situación, añade la investigación, empeoró a partir del año siguiente, cuando “este grupo subversivo adoptó una actitud mucho más coercitiva y asesinó a todo aquel que se mostrara en su contra”.
Cipriano Gamboa, que ahora con 89 años es uno de los más viejos del lugar, estaba en esa época acercándose a los 60. Él vive en Lloqllapampa, una llanura a unos tres kilómetros del centro urbano de Accomarca, donde muchos vecinos tienen sus chacras y donde sólo van por temporadas, cuando tienen que cosechar o preparar la tierra para la siguiente siembra. En este lugar, situado bastante más abajo respecto al pueblo, es donde tuvo lugar la matanza en 1985.
El anciano cuenta cómo Sendero les obligaban a proveerles de alimentos bajo amenaza de muerte: “Una vez los terrucos vinieron a mi casa. Eran tres jefes. Me dicen: ‘Cuando vengan los compañeros guerrilleros tienen que darles de comer, si no, les matamos’”.
En una ocasión le pusieron en una lista negra por emplear la palabra ‘terruco’. Dos profesores fueron a avisarle de que habían decidido en una asamblea ejecutarlo y le dieron “una botella y media de trago de caña” para pasar el trance de forma menos angustiosa. “Me fui a la plaza y unterruco de Accomarca me dijo que era un soplón. ‘Vamos a matar a ese soplón de mierda’, me dice”. Pero él, envalentonado por el alcohol se defendió como pudo: “Yo soy progresista, ¿por qué me han puesto en la lista negra? Sí, yo he dicho ‘terruco’, no lo puedo negar. Disculpen, a partir de hoy ya no lo digo más”.
Su acusador lo llevó a una habitación, le dio un lapicero y un cuaderno y le obligó a anotar en él: “Vas a decir ‘compañero’, ‘guerrillero’, pero ya no dirás ‘terruco’. No obstante, “cuando llegué a casa, me limpié el culo con el cuaderno, chanqué el lapicero con una piedra”.
Bolonio Parez estudiaba en el colegio de Accomarca en esos años y recuerda cómo al principio llegaban los senderistas y reunían a todos los profesores y alumnos en la plaza. “Ahí daban charlas de que todos teníamos que participar en esta lucha, pero nosotros, los jóvenes, no queríamos colaborar”, afirma. Luego se retiraban del pueblo, aunque Bolonio asevera que ellos no sabían a dónde.
En 1983 comenzaron también las incursiones del Ejército, acusando a accomarquinos de colaborar con Sendero. Los hombres eran maltratados sistemáticamente. Y eso en el mejor de los casos, pues muchos fueron detenidos o directamente ejecutados.
Cirila Pulido, que en 1985 tenía 12 años, apunta que en esa época no “entendía lo que era terrorismo”. “Tan sólo escuchaba a los militares que llegaban al pueblo reventando bala. A los hombres les golpeaban y les llamaban terrucos. Yo no sabía por qué los golpeaban y tenía miedo. Además, éramos quechuahablantes y no sabía lo que hablaban ellos, solamente que les gritaban y les pegaban”, indica la mujer, que precisa que a los soldados los llamaban ‘cabitos’.
“Cuando venían, mi mamá le decía a mi papá: ‘Escóndete, que te van a golpear’. Venían, golpeaban a los hombres, mataban carneros o vacas, comían y se iban. Como vivíamos en la chacra, casi nunca veíamos eso, pero escuchábamos los comentarios: ‘Han venido los cabitos y a tal persona la han pegado’”, refiere.
“A los alumnos no nos respetaban, nos golpeaban”, sostiene Bolonio. “A la fuerza querían que cantáramos canciones militares. Nos decían: ‘¿Ustedes están con los terrucos, sí o no?’. Sin embargo, no estábamos. ‘Díganos dónde están. Llévennos’, nos ordenaban, pero nosotros no lo sabíamos”. Después del 83, agrega, “mataban a los jóvenes, los colgaban. Los militares y también los del otro bando”.
Por ello, Bolonio, como muchos otros jóvenes y no tan jóvenes del pueblo decidieron emigrar a la costa: “En agosto de 1983, dejando mis estudios, me retiré de acá. Me fui a a Nasca”.
Las mujeres tampoco se libraban de los abusos del Ejército. Da fe de ello Justa Chuchón, quien con apenas 12 años fue ultrajada por soldados y salvó su vida sólo de milagro. Ello, relata, en represalia por no haber querido aceptar de ellos unas ojotas, parte del saqueo que habían hecho en una tienda del pueblo. “Me torturaron y después me ultrajaron. Me escapé de ellos porque les rogué que no me mataran”.
“Les suplique y les dije que iba a conseguir un burro para que se llevaran esas cosas de la tienda. Así que me mandaron a patadas, me dijeron: ‘Trae el burro enseguida’”, cuenta Justa todavía con dolor. “Pero caminé casi una cuadra y empecé a correr. Así que comenzaron a dispararme”, continúa. Rememora cómo las balas le silbaban alrededor y que de tanto correr acabó perdiendo la consciencia: “Me desmayé. El caso es que debieron pensar que había muerto”. Así fue cómo se salvó esa vez.
“Yo era una niña inocente, ni siquiera entendía lo que significaba ser terrorista. ¿Cómo me han sometido a una cosa que es inaceptable? No me han encontrado armada, aunque sea con una piedra en la mano”, indica.
Por eso, cuando el 14 de agosto, estaba sola con su abuela –su padre era músico y, providencialmente, esos días había ido con su madre a tocar en un pueblo de la zona- en Lloqllapampa y esta amaneció tomada por los militares, que convocaban a los vecinos a una reunión a gritos y a empujones, ella no quiso acudir al llamado.
El 14 de agosto de 1985
“Era eso de las siete de la mañana cuando ingresaron cuatro patrullas por cuatro lugares. Empezaron a reventar las balas en la zona y se dividieron en dos, unos por Accomarca y otro grupo por el río. Estábamos observando con mi abuelita y empezaron a desplazarse hasta que llegaron a Lloqllapampa”, relata. “Andaban gritando, mentando la madre, diciendo ‘terroristas’… mi abuelita quería ir hacia ellos, porque pasaron enfrente de nuestra choza, como a una cuadra nada más. Decía: ‘De repente nos encuentran acá y van a decir que somos terroristas’”.
“Yo ya sabía lo que iban a hacer. Ellos no tenían respeto hacia las personas, así que a mi abuelita le rogué, le supliqué llorando que no fuéramos”, prosigue.
Escondida en una tuna junto con su abuela, Justa vio cómo los soldados se llevaban aparte a las mujeres para violarlas, cómo torturaban a los hombres y cómo metían a las víctimas en tres pequeñas casas para luego formar en frente una hilera, como si fueran un pelotón de fusilamiento, y disparar a mansalva contra las dos estructuras abarrotadas de gente. Para asegurarse de que no hubiera sobrevivientes tiraron dentro varias granadas y luego prendieron fuego a los restos de las construcciones con los cuerpos destrozados de las víctimas dentro. Entre estas estaban un tío de Justa, su mujer, embarazada, y los tres hijos del matrimonio, todos menores de edad.
“Los militares dijeron que iba a haber una reunión y todos lo creímos, pensamos que no nos iban a hacer nada, pero no fue así”, asegura Victoria Baldeón, que perdió ese día a su madre, Primitiva Ramírez, y a su hermano de tres años. Su padre se escondió cuando llegaron las patrullas y su madre se fue al encuentro con el resto de los vecinos con el pequeño.
“Yo también quería seguirla, pero me dijo que fuera a ver las ovejas. Retrocedí, me fui y así me escapé. Si hubiera ido con mi mamá, estaría muerta”.
“Ellos vienen con sus armas y nos matan y dicen que nosotros hemos sido terroristas. De todos los que murieron en Lloqllapampa, nadie ha sido terrorista. Todos eran gente inocente que pagaron por culpa de otros”, reivindica la mujer, a la que se le quiebra la voz y se le humedecen los ojos cuando recuerda que la casa donde estaban su madre, su hermano y los demás vecinos estuvo ardiendo durante todo un día: “Se quemó 24 horas y no podíamos apagar el fuego”.
Acostumbrados a los malos tratos a manos de los militares, muchos hombres huyeron al monte cuando los vieron venir, como el padre de Victoria, sin sospechar lo que les iba a pasar a las mujeres e hijos pequeños que dejaban atrás. Uno de esos hombres era Cipriano Gamboa, que salió corriendo monte arriba. Aunque los militares lograron verle escapar desde la distancia e intentaron abatirle, no consiguieron alcanzarle con sus balas. “Me metieron bala, pero no me dieron”, señala. Sin embargo, atrás dejaba a su mujer y a sus dos hijos, un niño y una niña, a los que no volvió a ver con vida.
“Por culpa de los terrucos, los sinchis nos mataron”, se lamenta mientras se toma unos minutos de descanso del trabajo de su chacra. Él es uno de los dos o tres únicos vecinos de Accomarca que al día de hoy viven todavía todo el año en Lloqllapampa. Desde 1985 está solo y sube al pueblo apenas una vez al mes a cobrar su ayuda del programa Juntos. “No había ni un terruco. Sólo uno joven allá”, dice señalando con un gesto a un punto indeterminado de la pampa. “Se encontró con los soldados y le dieron el ‘alto’, pero se escapó. Yo estaba mirando desde arriba”.
Cirila también se salvó ese día por muy poco. Cuando llegaron los soldados, ella estaba en su choza en Lloqllapampa con toda su familia: sus padres y sus tres hermanos pequeños. Ellos vivían en una parte alta desde donde se divisaba toda la pampa, así que cuando vio llegar al Ejército, el matrimonio decidió irse a trabajar a la huerta con el bebé para evitar problemas, dejando a Cirila a cargo de la casa, de los animales y de sus otros dos hermanos.
Mientras pastoreaba a sus ovejas y sus cabras, la niña vio cómo se militarizaba toda la pampa. Oía a los perros ladrar y los disparos de los soldados. Cuando éstos ya tenían reunida a casi toda la gente pudo divisar a su madre que acudía a la supuesta asamblea junto a su suegra y con su hijo menor a la espalda. Se habían entretenido en el camino en casa de unos familiares y ella acudió a la llamada para la reunión: “Había mandado a mi papá a otro sitio para que se esconda y ella fue pensando que no le iban a hacer nada porque estaba con su bebé”.
“Vi que había también unos cuantos hombres ahí. Les pegaban, los habían amarrado con sogas. A las mujeres las jaloneaban. A las que tenían bebé les hacían cargarlo a otra persona y las jalaban al monte. Ahí gritaban las señoras”, narra.
“Ya era casi la una de la tarde cuando hicieron entrar a la gente a la casa del señor César Gamboa, que era el único que tenía techo de teja”, continúa Cirila, que se sorprendió de que tantas personas cupieran en un espacio tan reducido. Alrededor de esa casa había vacas así que cuando escuchó que empezaban a disparar pensó que estaban abatiendo a los animales y que el motivo de reunir a sus vecinos era obligarles a cocinarlas para ellos. “No imaginaba que estaban matando a la gente”.
“En eso veo un militar que bota una cosa que va saltando hacia la casa. Todos los militares se tiran al suelo y la casa suena. Otra vez igualito: tres veces hicieron ese sonido, todos en la misma casa. Cuando lanzaron la última, toda la casa explotó, como si fuera a alcanzar el cielo. Mis hermanos estaban llorando”, rememora.
Después los ‘cabitos’ volvieron a recorrer toda la pampa revisando casa por casa: “Traían niños y todo lo que encontraban. A los niños también los metieron en una chocita y reventaron bala también”.
Vieron a Cirila desde la distancia pero el terreno que les separaba era abrupto y no encontraban el camino para llegar hasta ella. “Me dispararon y yo me escondí atrás de un árbol grande. Las balas me pasaban alrededor. Mis hermanitos estaban arriba en la choza”.
Finalmente se escondió en una depresión del terreno. “Cuando me desaparecí se regresaron hacia la pampa. Reunieron animales y todo lo que encontraron y como a las cuatro de la tarde se fueron con su carga hacia el pueblo. Yo no podía ni hablar”.
“Los militares ingresaron a saquear todas las casas. Se trajeron tocadiscos, radios, todos los comestibles, los instrumentos de la banda de música del colegio…”, asegura Celestino Baldeón. “Trajeron 10 mulas desde el pueblo para cargar todo hasta la base militar de Vilcashuamán (la que se encontraba más cerca). Hasta la campana de la iglesia se llevaron”.
Cirila estuvo en shock, sin hablar y sin comer, junto con sus hermanos hasta que su padre llegó la tarde del día siguiente y le preguntó por su madre. Ahí se echó a llorar.
El 16 de agosto se acercaron a lo que quedaba de la casa de César Gamboa para buscar los restos de sus familiares: “Encontramos todo achicharrado y pedacitos de los cuerpos: manos, cabezas quemadas. De mi mamá no hemos encontrado ni un pedacito, ni siquiera una prenda. Habrá estado en la casa de teja porque ahí estaban calcinados todos los cuerpos”.
Cirila no tenía familia fuera del pueblo, así que se tuvo que esconder con su padre, sus hermanos y un grupo de una decena de vecinos en el monte, temerosos de que volvieran los militares a rematar a los sobrevivientes, como así hicieron. Sólo salían para buscar comida y, cuando lo hacían se llevaban suficiente para varios días. “Venían todos los días militares”, explica.
Accomarca tras la matanza
La noticia de la masacre había llegado a Lima y Alan García, que había asumido el poder menos de tres semanas antes dio muestras de que no protegería a los culpables. Así que el Ejército trató de borrar las pruebas y eliminar a los testigos. No pudieron deshacerse de los restos, porque los sobrevivientes los habían enterrado en dos fosas comunes y no los encontraron, pero sí de varios sobrevivientes, como Brígida Parez y su hijo Alejandro Baldeón, el matrimonio formado por Martín Baldeón y Paulina Pulido, que estuvo preso en la base de Vilcashuamán y nunca más se supo de ellos, o de otros cincos accomarquinos que fueron encontrados en septiembre muertos a balazos en el cementerio.
Este mismo mes los soldados estuvieron a punto de atrapar a Cirila. Un día la vieron y le persiguieron por el monte. Tuvo que huir de ellos saltando una cascada y ocultándose tras ella. Se pasó todo el día en el agua y no se atrevió a salir hasta que anocheció. Cuando lo hizo deambuló por el monte “como loca” y muerta de miedo, no porque fuera de noche, sino por que la encontraran los soldados.
“Casi un mes estuvimos ahí”, escondidos en el monte, comenta la mujer. Hasta que el Congreso envió a una comisión a investigar los hechos: “Un día llamaron con parlantes en quechua: ‘Hermanos, hay que reunirnos porque ha venido una comisión del Congreso y vamos a declarar’”. Pese a que sospechaban que podía ser una trampa, finalmente los ocultos en el monte hicieron contacto con los congresistas y regresaron a Lloqllapampa. Cirila, sin embargo, no declaró ante los legisladores, pues estos venían resguardados por militares y ella les tenía pavor y no se acercó. Se quedó esperando en una chocita. Esa fobia a todo lo castrense le dura hasta la actualidad.
Accomarca estuvo prácticamente vacío hasta que en octubre y noviembre comenzaron a regresar algunos de los que habían huido a Lima. Los accomarquinos que vivían en la capital se habían hecho con un local en una urbanización de ATE, donde vivían muchos de ellos, y en él habían alojado los desplazados, pero apenas cabían ya. “Y la gente del campo no podía soportar la vivencia porque no había espacio libre, tantos niños para mantener… olvídate”, explica Celestino Baldeón desde ese mismo local, que ahora, ampliado, funciona como sede de la Asociación de Hijos del Distrito de Accomarca y de la Asociación de Víctimas.
Pero antes de volver, agrega Baldeón, habían pedido al Estado que instalara una base en el pueblo para que se hiciera responsable si les pasaba algo.
El director de la ONG Instituto de Defensa Legal (IDL), Carlos Rivera, que ha representado a las víctimas en el proceso, considera que ese era en realidad el objetivo detrás de la agresión militar contra Accomarca ese 14 de agosto de 1985: instalar una base en la zona. “Luego del crimen de Accomarca son los pobladores los que van y la reclaman, pero yo dudo mucho que por el simple hecho de que un poblador lo pida, los militares pongan una base”, argumenta. “En esos años hay una estrategia contrasubversiva que tiene relación directa con una estrategia militar de control de territorio y si uno revisa el mapa de Ayacucho y de la zona de Vilcashuamán, va encontrando un conjunto de bases militares, pero hay una zona, la de Accomarca y alrededores, en donde no hay un control territorial del Ejército”.
Para Rivera, “hay una consecuencia práctica del crimen con la estrategia contrasubversiva, que es el control del territorio y de esas zonas que vinculan la frontera de Vilcashuaman con Cangallo para controlar ese territorio militarmente”.
“Pedimos la base para que hubiera garantías. Si no, ¿quién va a ser garante de las vidas de los que regresaron?”, defiende Baldeón, quien reconoce que la presencia de los militares continuó afectando la vida del pueblo. Los ecos de la matanza no parecieron remorder la conciencia del Ejército, que siguió cometiendo abusos contra los accomarquinos.
“Había un tremendo abuso a la población de los militares. Cuando hacían cualquier falta, les pegaban. Las mujeres han sido violadas. Tenemos hijos e hijas que sólo tienen el apellido de su mamá”, denuncia.
Con la base, señala Victoria Baldeón, “ya no había matanza, pero los soldados eran violentos. Yo me acuerdo que era jovencita e iba a pastear mis terneras y ellos me esperaban, se agarraban el mayor carnero, se lo llevaban y no pagaban nada. Comían gratis”.
Al principio, prosigue, “todo era destrucción, era un pueblo totalmente abandonado. La gente no venía porque tenía miedo. Como no encontraban a gente los militares abrían la puerta a patadas y se llevaban lo que encontraran dentro. Luego dejaban las puertas abiertas y cualquier animal se metía adentro”.
“Aparte de eso con varias mujeres han tenido sus hijos y las han abandonado sin reconocerlos. Ahí enfrente vivía una señorita que era sorda y muda, a ella también la han violado y quedó embarazada”, añade apuntando a una casa semiderruida.
Casi todos los que regresaron eran ancianos o niños. La mayoría de los adultos y los jóvenes se quedaron en Lima y otras ciudades de la costa.
Bolonio Parez, que había perdido a su padre en la matanza, sí regresó, pero en 1988. En la matanza había perdido a su padre, a su abuela y a una sobrina de seis años. Y cuando volvió a su pueblo natal tuvo que seguir soportando los abusos del Ejército: “Cualquier problemita que tenía uno se lo llevaban, lo golpeaban y lo metían en el bote”. El ‘bote’ era un pozo en un rincón dentro de la base de dos metros de profundidad y lleno de agua. Ahí dejaban a los detenidos. “Sólo se podía subir por una escalera”.
El propio Bolonio estuvo a punto de acabar en el pozo en una ocasión. Como no había electricidad y él estudiaba hasta tarde en la noche, utilizaba velas o linternas. Pero como su casa estaba justo enfrente de la base, la luz era visible para sus ocupantes. “Una noche, como estaba estudiando, entran los militares y dicen que estábamos haciendo reuniones (clandestinas). Yo estaba estudiando, pero de todas maneras me robaron mis cosas, medallas, mis linternas…”.
Como muchos hijos de víctimas, Bolonio, al peder a su padre, tuvo problemas para seguir estudiando: “Mi padre decía ‘van a seguir estudiando, van a ser profesionales’. Pero cuando murió teníamos que sacrificarnos para estudiar, para terminar nuestra secundaria completa”.
Él incluso hizo en la provincia estudios superiores para ser técnico agropecuario, pero no pudo terminar por falta de medios: “Si no hubiera habido la matanza, la mayoría de accomarquinos habrían sido profesionales”. Bolonio ahora es el único de la familia que está en Accomarca, pues todos sus hermanos se han ido fuera. Sigue viviendo de su chacra y de una pequeña tienda de alimentación.
Daniel Palacios, que también perdió a su progenitor en 14 de agosto de 1985, evoca con tristeza que durante muchos años, el trauma de esos sucesos pesó sobre los vecinos de Accomarca. Aunque él estuvo viviendo en Lima desde antes de esa fatídica fecha y no regresó hasta 15 años después, solía visitar el pueblo y cuando lo hacía encontraba una comunidad volcada en el alcohol. “Yo iba a ver cómo estaba mi gente y la encontraba fumando, tragando, armando su coca. Tanto hombres como mujeres. Decían: ‘¿Para qué vamos a trabajar si en cualquier momento nos van a matar? Mejor vamos a comer, mejor vamos a tomar, y eso es lo que nos vamos a llevar. ¿Acaso nos vamos a llevar casa (cuando nos maten)? ¿Vamos a llevar animales?’”.
Incluso los niños que nacieron después del fin del conflicto han heredado los traumas de sus mayores, asegura. Sin embargo, celebra, “recién ahora nuestra gente joven ha mejorado bastante, en los dos o tres últimos años. A base de charlas, de conversación. Se ha traído escuela de padres, de cómo educar a sus hijos, cómo alimentarles…”.
Pero el pueblo, matiza, ya nunca ha vuelto a ser el mismo: “Antes del 85 la gente aquí era muy amable, hospitalaria, solidaria… Y ahora, después de la matanza, no hay eso. Por ejemplo, si algún extraño pasaba por la calle, la llamaban: ‘Pase usted, sírvase alguito’. Ahora la gente abre su puerta, mira y la cierra”.
“Además, ahora no tenemos ninguna costumbre, las hemos olvidado”, continúa. “En la mink’a por ejemplo, el señor quiere hacer una casa, manda hacer chicha, la gente del pueblo venía por sí sola y ayudaba. Llegaban hasta 10 o 15 personas. Pero ya no se hace, todo es a base de dinero”. “¿Acaso el gobierno nos va a devolver esas costumbres? ¿Y el cariño de los padres y de las madres? Ya no. No es justo”, lamenta.
Hoy en día, entre las 600 personas que viven en Accomarca, apenas hay unas 20 familias que perdieron a parientes directos en la matanza. A veces, admiten, sienten la indiferencia de sus vecinos. Como en su intento de construir un mausoleo donde enterrar a las víctimas y que a la vez sirva de recordatorio, algo en lo que han encontrado la oposición del actual alcalde.
“Queremos hacer el memorial donde estaba la base militar dar cristiana sepultura a nuestros seres queridos porque ellos están después de la exhumación en Medicina Legal en Ayacucho”, manifiesta Celestino Baldeón. No todas las víctimas han sido identificadas. Algunas quedaron tan calcinadas que nunca será posible hacerlo.
Esto es un dolor añadido para sus deudos. “Cuando un ser querido muere de muerte natural tú lo entierras en un bonito ataúd, con su ropa. No fue así con nosotros”, dice Victoria Baldeón. “Los quemaron y no sabemos cuáles son sus cuerpos”.
Las penalidades de los desplazados
Si la vida en Accomarca fue complicada tras la matanza, la de los sobrevivientes que no volvieron tampoco fue un lecho de rosas. “Era un caos, porque en la ciudad todos los que somos de Ayacucho éramos tildados de terroristas y nadie conseguía trabajo”, subraya Justa Chuchón, que fue a Lima y, debido a los malos recuerdos, no regresó nunca a vivir a Accomarca, pese a los ruegos de su madre. “No podíamos confiar en nadie. Teníamos miedo. Era un trauma total. No tengo vergüenza de decirlo: para sobrevivir he comido hasta de la basura”, confiesa.
“Hasta hoy hay muchas personas que aún piensan que nosotros somos terroristas, por ser de Ayacucho”, deplora Justa, que estuvo viviendo un tiempo en Chile y recuerda que en un viaje que hizo, cuando un agente migratorio de ese país le pregunto que de dónde, era y le respondió que de Ayacucho, éste le respondió: “Es terrorista”. “Hasta el extranjero ha llegado esa falsa información”.
Pero los problemas para encontrar trabajo no eran los únicos. También estaba el tema de las secuelas psicológicas por la tragedia vivida y sus consecuencias. Justa intentó seguir estudiando, pero no logró acabar la primaria. “por el trauma psicológico yo era una persona que sentía que nadie me quería, me sentía sucia, algunas veces hasta he intentado suicidarme”, revela. Además, añade, a causa de estos problemas, cuando tuvo hijos se convirtió en una “madre maltratadora”, algo que superó gracias a ayuda psicológica: “Estuve en terapia tres años, estaba medicada, tenía pesadillas, a veces en las noches no podía dormir… ha sido duro para mí. Y todo esto se lo había transmitido a mis hijas”.
Por si fuera poco, la guerra y la injusticia volvió a cebarse con su familia: En 1988 su padre “lo llevaron preso acusado de terrorista injustamente”. Estuvo encarcelado un año, mientras la madre de Justa contrataba a un abogado que se dedicó únicamente a sacarle el dinero. “Hasta que un día mi madre llorando y cargando a mis hermanitos entró a la Corte Superior, habló con uno de los encargados y, cuando revisan el documento de mi padre, estaba todo archivado. Él estaba encerrado y torturado y nadie movió ni un documento porque en aquella época al abogado que defendía a las personas acusadas de terroristas también era tildado de terrorista”.
Cuando el hombre regresó a Accomarca, estaba tan golpeado psicológicamente que cayó en el alcoholismo. “Se dedicaba a tomar y tomar. Por suerte dejó de hacerlo hace 12 años”, cuenta Justa.
Pese a todos los problemas, los deudos y sobrevivientes de la matanza no han dejado de buscar justicia para sus seres queridos. Para conseguirla han tenido que esperar 31 años y sortear innumerables obstáculos, ignominias y la reticencia de la Justicia peruana por resarcir a las víctimas.
Aunque Alan García reaccionó enérgicamente a la matanza y ordeno la destitución del jefe de la segunda región militar, la más importante de Perú y que abarcaba la región de Ayacucho, la investigación que inició en principio la fiscalía provincial de Huamanga quedó truncada cuando el fuero militar planteó una contienda de competencias y la Corte Suprema, como era habitual en es entonces en este tipo de casos, falló a su favor.
La intención de la justicia castrense fue desde el principio garantizar la máxima impunidad posible para los miembros del Ejército. Tras ir descartando responsabilidades de la cadena de mando y de los soldados de tropa, finalmente, en 1993 acabó condenando únicamente a Telmo Hurtado, y ni siquiera por homicidio, sino por abuso de autoridad.
El entonces subteniente Hurtado, que con esta y otras intervenciones se ganó el apodo de ‘el Carnicero de los Andes’, era el jefe de la patrulla Lince 7, una de las dos (junto con la Lince 6) encargadas de entrar en Accomarca, mientras que las otras dos (Lobo y Tigre) vigilaban el perímetro.
La condena contra Hurtado fue de apenas cinco años de prisión. Pero tan sólo cumplió dos, pues en 1995 el presidente Alberto Fujimori decretó una ley de amnistía para los delitos de violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado en el marco del conflicto interno. Los deudos y sobrevivientes todavía recuerdan que Fujimori condecoró a los responsables de la matanza. Además, la condena no le supuso a Hurtado su expulsión del Ejército y siguió su carrera militar normalmente, ascendiendo en el escalafón.
Durante el proceso recién terminado ante la justicia civil, enfrentado al resto de acusados, que le apuntaron a él de nuevo como único responsable, Hurtado admitió que hubo un acuerdo para eximir a sus superiores y aceptar toda la culpa por la matanza a condición de que no se viera afectada su carrera.
El juicio interminable
El juicio por el fuero civil comenzó a gestarse en 2001, cuando se derogaron las leyes de amnistía y los familiares y sobrevivientes presentaron una nueva denuncia. Cuando finalmente en 2005 se inició el proceso contra 29 militares, no imaginaron que tardarían todavía 10 años en lograr una sentencia.
El bochornoso episodio del pasado jueves, el día programado para leer la sentencia, cuando los jueces de la Sala Penal Especial encargados del caso llegaron ocho horas tarde e impidieron la entrada en la sala a la mitad de las víctimas que habían acudido, a los defensores de derechos humanos, a las cámaras de televisión y a buena parte de la prensa escrita, fue sólo el colofón a un proceso en el que el trato a las víctimas fue manifiestamente irrespetuoso.
El mayor agravio fue sin duda la duración del proceso: un total de 11 años desde que se abrió, en 2005, incluidos casi seis de juicio oral.
Para éste solamente hubo una audiencia a la semana y, al menos en la fase final, la mayoría de ellas duraba un promedio de dos horas. El tribunal, presidido por Ricardo Brousset y completado con Mirta Bendezú y María Vidal, solía citar a las partes a las 10 de la mañana, pero los jueces no aparecían hasta unas dos horas más tarde o, pasado ese tiempo, después de que los familiares y los imputados hubieran tenido que esperar en la calle, suspendían la sesión.
Esta desconsideración ha sido en parte responsabilidad del Poder Judicial, como explica Carlos Rivera, ya que aunque cuando empezó el juicio los tres magisrados estaban dedicados exclusivamente a la Sala Penal Nacional, instituida para juzgar los crímenes relacionados con el conflicto interno de 1980-2000, conforme pasó el tiempo dos de ellos (Brousset y Vidal) les fueron asignadas funciones en otras jurisprudencias, como Anticorrupción o Control Interno. “Es como si tuviera dos chambas y para que se junten, primero deben hacer malabares para que hagan coincidir sus agendas, sus tribunales”, explica Rivera.
El letrado atribuye este inconveniente sobrevenido a una estrategia para neutralizar los juicios por las violaciones a los derechos humanos durante la contienda. “Estoy absolutamente convencido de que las autoridades del Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, sobre todo del Consejo pasado, han tenido la firme decisión de desactivar los juicios de derechos humanos”, expresa.
“Cuando estuvo Enrique Mendoza, el anterior presidente de la Corte Suprema, era una persona que no tenía nada que ver con derechos humanos y sí tenía que ver con una serie de reuniones, de contubernios, con gente vinculada a los procesos en condición de procesados”, detalla. “Creo que él de una forma medio subrepticia fue desactivando la Sala Penal Nacional”.
A esto se sumó una actitud displicente de los jueces con las tácticas dilatorias de los abogados de la defensa, añade Jo-Marie Burt, asesora de la ONG Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), quien ha sido observadora del proceso de Accomarca desde sus inicios. Este tipo de maniobras de los letrados defensores “es normal, es parte de la actuación de la defensa en un caso así”, sostiene Burt, quien no obstante denuncia la “actitud cómplice” de los magistrados, “que dejaron que esas actitudes progresaran y avanzaran”.
La sentencia era considerada inminente desde julio del año pasado, cuando el fiscal Luis Landa y la acusación particular presentaron sus alegatos en sendas audiencias de unas cuatro horas, cada una. Pero el proceso se dilató un año a consecuencia de alegatos interminables de los letrados defensores, que duraban varias sesiones sin que los magistrados pusieran ninguna objeción. “Encima, hay muchas audiencias que tuvieron que ser suspendidas porque unos abogados a los que les tocaba ese día no llegaban o uno de los jueces se enfermaba”, critica Burt.
Lo mismo pasó con las declaraciones finales a la que tienen derecho los acusados, que se extendieron durantes meses repitiendo prácticamente los mismos argumentos esgrimidos durante los alegatos por sus defensas.
Aunque las víctimas nunca dejaron de asistir en un buen número a las audiencias, se lamentan del tiempo que han tenido que perder, descuidando sus trabajos o sus obligaciones familiares, en un proceso alargado hasta lo ridículo. Además, la demora contribuyó a que algunas de las víctimas que durante años habían luchado por justicia no llegaran a conocer el veredicto, ya que fallecieron. Lo mismo que pasó con alguno de los acusados, a los que no llegó la justicia. Rivera lamentó particularmente que César Uribe Martínez (que era G2, jefe de inteligencia) muriera sin ser condenado, ya que, asegura, “es un personaje clave pues da la idea de cometer el crimen”.
Para colmo, los sobrevivientes y familiares tuvieron que encontrarse cada audiencia con los acusados de masacrar a sus seres queridos en la entrada del juzgado del penal de Castro Castro, donde se llevó a cabo el juicio, ya que todos menos Hurtado han seguido el proceso en libertad y había una sola fila para identificarse y para acceder, previa inspección corporal, a la sala.
“En todas las audiencias los familiares sufrieron microagresiones frente a los imputados”, deplora Jo-Marie Burt. Los funcionarios del juzgado “siempre daban preferencia a los militares: les hacían entrar primero, les entregaban sus credenciales primero para irse, les saludaban con un ‘Hola, mi general’; y a los familiares de la víctimas los trataba como ciudadanos de segunda clase”.
Además, insiste, “en el último año o año y medio los militares se han sentido envalentonados y sus agresiones hacia los familiares han aumentado: miradas, para incomodar, para intimidar, incluso insultos”. Para colmo, durante las sesiones, han tenido que ver prácticamente todos los días cómo el juez Brousset se quedaba dormido.
Pero sin duda el momento más indignante del proceso para las víctimas fue cuando acudió a declarar en condición de testigo Alan García, en abril de 2014. El expresidente acudió con una portátil que copó la sala y que insultó a las víctimas al grito de ‘terrucos’, mientras les empujaba con sus carteles.
Dese el punto de vista jurídico, Carlos Rivera destaca que este juicio ha tenido la particularidad de tener por primera vez “como acusados a todos los elementos militares que participaron en el crimen, absolutamente todos”. Desde el comandante general que dio la orden, el general Wilfredo Mori Orzo, hasta los componentes de las patrullas, pasando por el Estado Mayor de la II División de Infantería, responsable del ataque.
Esto, comenta Rivera se debe a “la profundidad de las investigaciones desde el momento en que ocurren los hechos: de carácter periodístico, investigaciones a nivel del Congreso de la República, la investigación a profundidad que hace la Comisión de la Verdad…” e incluso “las propias investigaciones que hacen en el fuero militar”. Éstas, agrega tuvieron la intención “de encubrir el crimen”, pero “terminan recopilando una información que, de no existir esta investigación, simplemente no se hubiera podido conocer”.
Sin embargo, esto no ha parecido ser suficiente para que los jueces consideraran culpables a todos los acusados.
La sentencia
Las víctimas y las organizaciones de derechos humanos han celebrado como un hecho trascendental la condena a 25 años de cárcel a Mori Orzo como autor intelectual principal de la masacre. La misma pena se llevaron los altos mandos Nelson Gonzales Feria (como jefe del Estado Mayor en 1985) y Carlos Delgado Medina (G3, jefe de operaciones de la II División de Infantería en 1985).
Los otros siete condenados participaron directamente en el operativo del 14 de agosto: Los jefes de patrulla Rivera Rondón y Hurtado, condenados respectivamente a 24 y 23 años de prisión (de los que éste último ya ha cumplido 10 en prisión preventiva), y cinco soldados rasos, con penas de 10 años cada uno.
Así pues, el tribunal no aceptó la versión oficial que han mantenido las Fuerzas Armadas durante 31 años, y que fue en la que basaron su defensa la mayoría de los acusados: que todo se debió a una decisión personal de Telmo Hurtado, un militar que había estado destinado en la zona de conflicto más de lo que resulta conveniente para su salud mental. “Psicosis de guerra”, lo denominó su colega Rivera Rondón, que tampoco logró convencer a los magistrados de que el 15 de agosto, cuando se dirigía con su patrulla a Accomarca, se perdió y llegó cuando ya había pasado todo. Que cuando se encontró con Hurtado este no le contó que había matado a 69 campesinos, la mayoría niños y ancianos.
Tampoco se lo contó a nadie cuando regresaron a su base, según lo que han mantenido durante todos estos años sus superiores. Un argumento que no le ha valido a Mori, Gonzalez Feira y Delgado para evadir sus responsabilidades ante la justicia.
Pero Telmo Hurtado, que cuando comenzó el juicio estaba fugado en Estados Unidos, desmintió estas acusaciones. Pese a que la había admitido frente a la justicia militar en la década de 1990, el tribunal civil consideró consistente su nueva declaración.
“El balance (de los acusados) fue que Hurtado no iba a ser extraditado y por eso le echaron toda la culpa a él”, indica Rivera. Pero en 2011 Estados Unidos concedió su extradición y el antiguo jefe de patrulla “dijo que todo fue parte de una estrategia contrasubversiva”.
Reconoció esta vez que se limitó a cumplir las órdenes que le dieron sus superiores, que le dijeron que considerara terrorista a todo civil que encontrar y que, incluso cuando preguntó si eso también incluía a niños, le respondieron que sí.
Esto coincidió con los argumentos de la acusación de que la matanza de Accomarca es “un crimen emblemático de una época en la que la forma de combatir el terrorismo era esta, eliminaciones masivas de personas, de sospechas generalizadas sobre todos, en la que las Fuerzas Armadas imponían la fuerza y la represión de una manera bastante brutal”, argumentó Carlos Rivera.
No obstante, al final siete acusados sí que fueron absueltos, incluido Williams Zapata, que era el jefe de la compañía Lince. Rivera ya había manifestado antes de la sentencia sus dudas de que los jueces le condenaran por su condición de héroe tras su participación como jefe operativo en la operación Chavín de Huántar, en la que fueron rescatados los rehenes del MRTA de la residencia del embajador de Japón en 1997.
Entre los exculpados se encuentran también Luis Robles Nunura, el jefe de la patrulla Tigre, y Helber Gálvez, el jefe de la base de Vilcashuamán. Gálvez estaba acusado de las desapariciones de Martín Baldeón y Paulina Pulido los días siguientes a la masacre para encubrirla, algo de lo que los magistrados consideraron no tener pruebas suficientes.
Lo que sí consideraron más que probado es que hubo ensañamiento contra una población civil desarmada en una acción en la que los militares exhibieron premeditación y desprecio por la dignidad humana.
La sentencia también establece una indemnización de 150.000 soles para cada víctima. Sin embargo, difícilmente una compensación va a pagar la pérdida de los familiares y tantos años de lucha y de oprobios. “Mi vida ya se truncó. Esa plata nunca va a devolverme a mi madre, nunca va a pagar esta vida que he vivido. Siempre va a estar en mi mente el recuerdo de lo que pasó hasta que muera”, sostiene Cirila. “No es fácil olvidar”.
Fuente: Pablo Pérez, El Gran Angular