A quién le importa

“Explotación sexual infantil”. El nombre siempre nos remite a un delito espantoso en el que imaginamos a un adulto aprovechándose cruelmente de pequeños encadenados. La sola mención del delito nos provoca repulsión y solemos asociarlo con algo que ocurre lejos de nosotros. En el más absoluto secretismo.

Y sí, algo de eso hay. Pero lo más terrible del intercambio sexual entre un adulto y un menor de edad es que en muchas partes del Perú no ocurre en calabozos ni en prostíbulos. Tampoco son viles proxenetas los que lucran con ellos. Ni siquiera son mal vistos los que deciden gastar su plata acostándose con una chibolita de 14 años porque está menos recorrida. En muchas zonas de nuestro país, Lima incluida, hace años que vemos a adolescentes paseándose por las calles ofreciendo servicios sexuales a vista y paciencia de policías y ciudadanos.

Así lo confirma un estudio de los antropólogos Jaris Mujica y Robin Cavagnoud sobre la explotación sexual de menores en el puerto de Pucallpa (revista ANTHROPOLOGICA/AÑO XXIX, N° 29, diciembre de 2011, pp. 91-110). De acuerdo con los espeluznantes datos que ofrecen los científicos sociales, en la capital de Ucayali es absolutamente conocido y aceptado que jovencitas entre los 12 y 17 años (a veces incluso menores), que trabajan en bares, restaurantes, o en la venta ambulatoria de alimentos ofrezcan, casi como un complemento adicional a su actividad, sus servicios de “compañía” a los lugareños o turistas. Con testimonios de trabajadores madereros o portuarios, de las mismas niñas o de sus madrinas, Mujica y Cavagnoud demuestran que lo que debiera ser un delito sancionado y repudiado se está convirtiendo en una actividad económica familiar, que sirve más para fidelizar clientes que para ganar dinero.

Así una niña que vende queques, que limpia la mesa en el restaurante o que atiende el bar se ofrece a los parroquianos por cinco o diez soles con el fin de asegurar su consumo. En promedio suelen tener dos atenciones diarias y lo que ganan se lo entregan a la dueña del negocio que normalmente es una tía, una madrina a la que ayudan o su propia madre. ¿Lo hacen en secreto o a escondidas? No. ¿Las autoridades lo saben? Todo el mundo lo sabe. ¿Alguien se escandaliza? Aparentemente no, todos están acostumbrados.

Sin ningún ánimo de minimizar los hechos, en este contexto es casi normal que lleguen al Congreso personajes como los fujimoristas Nestor Valqui, que ocultó una condena de dos años por proxenetismo o Víctor Grandez Saldaña, vinculado según reciente investigación periodística a un hostal en Iquitos donde se habría ultrajado a menores de edad. Tampoco resulta sorprendente que en Huánuco, donde el 30% de los reos está preso por violación de menores, haya jueces capaces de liberar a estos sujetos porque un médico fiscal, les hizo una prueba de virilidad (o sea le manipuló los genitales) y como no se les paró, los declaró impotentes. Y de paso inocentes.

Podríamos seguir con los ejemplos espeluznantes, pero sobran. Basta ver la cantidad de embarazos adolescentes, las denuncias por agresión sexual, las noticias que consumimos todos los días de niños abusados por sus tíos, padres, abuelos, vecinos, maestros para saber que hace rato estamos ante un problema de enormes proporciones que a nadie le importa. O lo que es peor, al que nos estamos acostumbrando.

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