Tenemos una iglesia politizada y para todos los gustos. Dos ejemplos opuestos: el cardenal Juan Luis Cipriani y el monseñor Luis Bambarén no pierden ocasión para lanzar su parecer —vaya uno a saber qué tan personal o qué tan clerical— sobre asuntos de familia, moral, Estado y mercado, o sea sobre todo.
Pero, claro, ellos y el suspendido sacerdote Marco Arana, que anhela ser presidente, son peruanos y cuando predican en su patria lo que dicen les sale del forro del alma.
Su derecho de expresión ciudadana es sagrado y está por encima de oficios, de uniformes y de sotanas. Pero el hermano de La Salle, John Paul McAuley es británico y expulsable si se mete en asuntos internos. Así de contundente es la Ley de Extranjería enarbolada por el primer ministro Javier Velásquez Quesquén.
Un atestado policial (030-2009-V-Dirtepol) probaría que el padrecito no solo participó en marchas de protesta sino que las alentó en medios de comunicación. Eso es meterse en honduras peruanas.
Con ese argumento el ministro Octavio Salazar dio la orden de expulsión a través de la Dirección Nacional de Migraciones (Digemin) y JVQ la defiende hasta que, lo veo venir, García pulsee la oposición y sugiera la reconsideración.
Loreto, donde activa el padre (tiene una asociación llamada Red Ambiental Loretana), lo defiende con ardor.
La ley es clara, pero la intención del Gobierno es sesgada, pues esconde un fin represivo selectivo y, por lo tanto, insistir en la expulsión sería abusivo.
En primer lugar porque no hay una costumbre establecida de advertir a religiosos extranjeros a no meterse en política local; en segundo lugar, porque si la hubiera, tendría que aplicarse a todos, sean rojos, blancos o verdes como McAuley, cuyo ambientalismo lo enfrenta a las empresas extractivas de la selva, sean salesianos, jesuitas, misioneros pasionistas como el italiano Mario Bartolini (tiene un proceso por su performance en el “baguazo”), sean sodálites o del Opus Dei.
La falta de costumbre no es razón para dejar de aplicar la ley, pero sí para meditar y convertir una sanción drástica en una advertencia.
Mientras se concede la apelación que McAuley prometió hacer, hay que poner en la agenda del debate programático del 2011 la relación de la Iglesia con el Estado, sus límites y privilegios frente a otras confesiones.
Que los curitas verdes mejor sean peruanos; si son extranjeros, que piensen dos veces antes de predicar ese renovado verbo que es a la vez humano y cósmico y panteísta como San Francisco… y no muy amigo de la inversión.
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