El Comercio. Aunque algunos personajes políticos han pretendido excluirlo de la campaña electoral que se avecina, todo indica que la lucha contra la corrupción será un tema prioritario que no solo recorrerá transversalmente todo el debate público, sino que nos confrontará a todos los peruanos con un flagelo frente al cual solo cabe tolerancia cero.
Desde el ámbito político, es claro que si no hay un compromiso abierto a favor de la transparencia, difícilmente habrá un cambio en la forma de administrar los recursos públicos en cualquiera de los estamentos de gobierno. Por eso, los candidatos deberían ir cambiando de discurso, sobre todo si creen que la realización de las obras que prometen al electorado se puede desligar del quehacer ético que deben exhibir futuras autoridades, sea que se trate de candidatos a la presidencia de una región o a una alcaldía.
La atingencia resulta oportuna no solo ad portas de las campañas electorales, sino ante la ola de acontecimientos producidos en el país en los últimos meses que señalan la ocurrencia permanente de prácticas delictivas que comprometen tanto al sector público como al privado.
¡Cómo olvidar lo sucedido en el sismo que hace tres años asoló a Ica, Pisco, Chincha y otras localidades del sur!Siguen afectadas y arrastrando las consecuencias de la inacción, la ineficiencia y la corrupción de funcionarios que mal usaron fondos públicos, en beneficio propio o de terceros, lucrando con la desgracia ajena.
A ello debe sumarse la cuestionada actuación de ciertos personajes del sistema judicial, envueltos en denuncias escandalosas de diverso calibre y cuyas decisiones han dejado un sabor amargo en la opinión pública. El Congreso de la República tampoco se queda atrás. Por algo, como señalan las encuestas, al Poder Judicial, al Parlamento y a los partidos políticos se les reconoce como extremadamente corruptos.
Evidentemente no son los únicos. Si bien el sector público es 94% muy corrupto, la percepción ciudadana es que el sector privado lo es 69%, un índice elevado que confirma que tras todo acto de corrupción hay siempre corruptos y también corruptores, tan culpables como los que se aprovechan de la situación de privilegio y de poder que les concede el cargo que ocupan.
Este tema no puede seguir minimizándose ni admitirse como natural; menos como una “falla” de nuestra cultura. Recordemos que la tolerancia y la doble moral en este terreno solo han generado más corrupción, como sucedió durante el fujimorato.
Habría que preguntarse si en lugar de asumir los “sobrecostos” que generan sobornos, licitaciones y adquisiciones fraguadas que gravan las transacciones —y que los politólogos calculan entre el 5% y 20% sobre el valor de los proyectos en curso—, existen empresarios dispuestos a rechazar corruptelas que a la larga o a la corta pueden traer abajo no solo la credibilidad institucional del país frente a los inversionistas, sino también el crecimiento económico y su competitividad.
En todo caso, harían bien la contraloría, Registros Públicos, municipalidades y la Sunat en cruzar la información financiera de las grandes y pequeñas empresas sobre las transacciones que contratan con el Estado.
Habrá menos corrupción si dejamos de tolerarla; si todos (Estado, políticos, empresarios y ciudadanos) se comprometen a combatir un mal que enriquece a algunos y empobrece al país.