Recuerdo aquel verano de 1983. Niño Extraordinario en Perú. Las calles de la ciudad andaban mojadas de tanto sudar. Los tres primeros pisos del edificio Vulcano, asentado sobre la Av. Pershing, en Jesús María, albergaban a quienes hacían el diario El Observador, cuyo propietario era el magnate Luis León Rupp.
El Observador fue un diario que nació millonario –el primero impreso a color en el país- y que comenzó a morir rápidamente con la debacle financiera de su propietario. De un momento a otro, el sinnúmero de empresas y propiedades que ostentaba León Rupp, entre ellas la línea aérea Faucett, los hoteles César y Bolívar, el Banco de la Industria y la Construcción (BIC) -que el magnate utilizó como caja chica para el resto de sus empresas, incluyendo su diario millonario- comenzaron a tambalear.
Y una mañana nos enteramos todos en la redacción que León Rupp había fugado a España. En menos de un año, El Observador pasó de diario millonario a primer diario cooperativo en la historia de la prensa peruana. Unos meses después, un enviado especial, cercano al empresario, lo visitó en Madrid planteándole el rescate de El Observador. “Aunque sea hágalo por los amigos”, inquirió el mensajero. “Yo no tengo amigos”, respondió seco, cortante, lejano.
Yo tenía 21 años cuando ingresé al diario, en 1981, y aún andaba en la Universidad de Lima. Luis Jaime Cisneros era todo un lujo como director. Al final de cuentas, siempre fue un extraordinario maestro. Recuerdo aquella vez que mi ímpetu juvenil me llevó a cuestionar algunos matices de la línea gráfica definida para el diario, apenas semanas previas a su lanzamiento. Luis Jaime me recibió, me escuchó, y mientras mojaba su galleta de soda en la taza de té caliente que tenía entre manos, me dijo sin misericordia, pero con calidez: “Mira JJ, tus preocupaciones estéticas me tienen sin cuidado”. No esperaba una respuesta como esa, pero la verdad creo que me encantó.
En la redacción de El Observador había de todo. Manuel Moreyra, director de la sección económica y financiera, quien tenía como jefe de sección a Raúl Wiener, de las canteras troskistas, y un tipazo en todo sentido. Luego Wiener tendría un rol estelar en la fase en la que El Observador se convirtió en cooperativa. En la sección Editorial estaba Juan Vicente Requejo y mi tía de cariño Edith Vivanco, que siempre estaba tan al tanto de todo, que ella misma se auto proclamó Madam Viborá. En culturales trabajaban, hasta donde recuerdo, Federico de Cárdenas, Luis Freyre -el loco Freyre-, Peter Elmore y Fietta Jarque, a cuyo novio todos odiábamos.
La sección Deportes la conducía el periodista Roberto Salinas, recientemente desaparecido, y ya destacaba en ella Luis Alberto Oyola. Y por allí pasó también, en un tramo de su carreta, Antuco Guerra García, convertido hoy en el principal historiador del fútbol peruano. El caricaturista Heduardo, con quien almorzábamos casi todos los días, nos demostraba, en cada calle y rincón, su agudo, agudísimo, sentido del humor.
En la parte ruda de la redacción, recuerdo a Pablo Truel, quien fuera el primer director de El Observador cooperativo; Víctor Tirado, hombre recio y fogueado, quien rugía en la jefatura de redacción; y varios otros colegas como Manuel Mantilla, Rodney Espinel -aguerrido cronista sindical- Jaime Marroquín, Homero Zambrano y otros valiosos periodistas.
Al fondo de ese segundo piso del edificio Vulcano, es una ambiente ni muy chico, ni muy grande, moraban los siempre incomprendidos muchachos de La Semana, el suplemento dominical de El Observador. En las primeras épocas su editor fue Carlos Tovar -no Carlín, el talentoso caricaturista y arquitecto- sino un serio y agudo periodista, del que luego perdí el rastro. La muerte de Jorge Luis Mendívil se lo llevó, según me comentaron en algún momento.
Era el editor de La Semana en aquel verano infernal, en el que las frías punas de Uchuracay atestiguaron la masacre de periodistas. Dos de ellos eran de El Observador, ambos del equipo de La Semana. Willy Reto, buen fotógrafo, que caminaba a su consagración, y que sin duda sería un grande. Lo demostró, inmensamente, a través de sus últimas fotos, ya muy cerca de la muerte, en un registro gráfico que reveló increíbles y perturbadoras imágenes. Y Jorge Luis Mendívil, joven y talentoso, gran periodista, buena pluma. Era mi amigo y siempre advertí su inteligencia y agudeza periodística.
En La Semana trabajábamos un grupo de jóvenes de diversa procedencia: Melvin Ledgar, Carlos Noriega, Jorge Luis Mendívil, Rafael Amorós, Peter Elmore, Edián Novoa, Martín Guerra García y varios más a quienes pido disculpas por el olvido. Federico de Cárdenas, un tanto mayor, ponía un poco de cordura. Julio Heredia, gran amigo y poeta, se integró al equipo como editor de La Semana, luego de Uchuracay.
Fue Julio quien me presentó a Juan Gonzalo Rose, el gran poeta, quien pasaba todas las tardes de su vida (de entonces) en el café-bar Ovni, a la vuelta de El Observador. Recuerdo la tarde en la que Juan Gonzalo me llamó y me invitó a sentarme en su mesa. Sólo me dijo una frase: “Quiero que estés aquí, disculpa si no te hablo. Hay días difíciles y terribles, hoy es de los segundos. No sabes cuánto haces por mí con solo acompañarme”. Estuve como dos horas, y efectivamente no dijo ni una sola palabra. Luego me paré respetuosamente de su mesa, nos miramos y nos despedimos en secreto.
Yo había viajado a Huamanga en la segunda mitad de 1982, cubriendo el viaje de Alan García, y su nutrida comitiva. Ayacucho era entonces la capital política de Sendero Luminoso, y de hecho la ciudad estaba prácticamente tomada (visiblemente por los militares, sigilosamente por Sendero). El diario El Observador tituló al día siguiente de esa visita: “Triunfal recorrido de Alan García en el corazón del terrorismo”. Sin duda, un exceso de entusiasmo de los colegas compañeros.
Mi nota fue mucho más prudente: “Entretelones de un viaje muy comentado”, y era crítica por la poca acogida que había tenido García en Huamanga. Apareció en suplemento La Semana, días después del viaje del ya perfilado candidato presidencial aprista a las elecciones de 1985. Sé que hubo algunas gritas e incluso alguien me comentó que habría represalias. Pero por esos días me crucé con Luis Jaime Cisneros en los pasillos del diario y casi en confidencia me dijo: “he visto que últimamente has escrito algunas cosas interesantes”. Ese comentario me tranquilizó, pero no menguó mi ánimo de volver a las calles de aquella ciudad tomada por los senderistas y las fuerzas del orden.
Por ello, cuando aparece la posibilidad de ir nuevamente a Ayacucho, a buscar la verdad sobre la muerte de jóvenes senderistas por parte de comuneros de Uchuraccay, una zona controlada por la Marina, me puse al frente y forcé para que me subieran al avión. Tengo más derecho que otros porque yo estuve en el viaje de Alan, dije a mis editores. Era un buen argumento, y me asignaron para el viaje, con pasajes y todo.
Pero no imaginé que el líder democristiano, Héctor Cornejo Chávez, me aceptaría una entrevista que le había solicitado por escrito semanas atrás. Cornejo Chávez no hablaba por lo menos hacía ocho años, y Carlos Tovar, mi editor, que era serio y rígido, fue definitivo: “No vas, no voy a arriesgar la entrevista por un cambio de fecha. Irá Jorge Luis Mendívil, ya hicimos los cambios del caso”.
Insistí y jodí hasta donde pude, pero el caso estaba cerrado. Luego busqué a Mendívil, y como éramos buenos amigos, le dije: “Te doblaste, carajo”. El soltó una leve sonrisa, y nos fuimos juntos ese día comentando algunos datos sobre la ciudad de Huamanga.
Algunos días después el tráfico, el sol, la gente en las calles, todo parecía más perturbador que nunca. Era miércoles 26 de enero de 1983, y ese Niño atacaba sin misericordia. El país se desbordaba por todos lados, fue la conclusión de la conferencia de prensa de la que regresaba. Pero al llegar a la redacción, encontré un drama mucho mayor, más cercano y más triste. Las caras asustadas, huidizas, consternadas. ¿Qué sucedió?
Parece que los han atacado, no hay nada claro aún, pero están heridos. Era el comienzo de una larga y angustiada tarde. Hacia el crepúsculo, aunque mucha gente se resistía a aceptarlo, ya se sabía que todos los periodistas que viajaron a Uchuraccay estaban muertos. Pensé en Jorge Luis y la angustia penetró en mi corazón como una daga del diablo.
Salí perturbado hacia el Ovni, quien sabe con la esperanza de encontrar a Juan Gonzalo, sentarme en su mesa, en silencio, y tomarme algunos tragos. Pero no estaba esa tarde allí. Sólo recuerdo que me fui, no sé a dónde, pero me largué, y me alejé de aquel maldito día lo más rápido que pude. Desde entonces,
Uchuraccay, siempre Uchuraccay, tiene un rincón especial en mi corazón.
*Escrito por JJ Vega Miranda.