Un joven mira sus zapatos llenos de polvo mientras camina por un sendero de tierra. El sol cae directamente sobre su cabeza, su cuerpo genera una sombra circular bajo sus pies, parece caminar sobre un agujero negro que se desliza sobre el suelo.
Es verano. Los cerros de los alrededores están verdes por las últimas lluvias. Unas nubes se divisan a lo lejos, en lo más profundo del Urubamba. Unos perros salen a olfatearlo a medida que se acerca a su pueblo. Hace años que no vuelve por allí. Por su memoria corren algunas imágenes.
Su padre con un cinto enrollado en la mano.
Su padre borracho con un cinto enrollado en la mano.
Su padre borracho con un cinto enrollado en la mano azotando a su madre.
La hebilla del cinto partiéndole la boca.
Su boca abierta en flor, llena de sangre.
Su madre muerta.
Él no la ha visto morir. Ha muerto hace pocos días, pero ya está enterrada. Su padre hace tiempo que tiene otro compromiso. Margarita, y su abuela, aún viven con el viejo, en la misma casa donde pasó su niñez.
Se acerca por la calle principal hasta su casa. Oye gritos de mujeres. Oye a su abuela implorando. Es su padre, que de nuevo está borracho. Como ya no puede azotar a la madre, golpea a Margarita con un rebenque para burros.
El joven toca la puerta, entra a la casa. El padre lo ve.
– ¿Y tú qué mierda haces aquí?– pregunta. Y luego se tumba a dormir.
– No lo sé.
No lo sabía antes de tocar la puerta. Ahora sí. Ha vuelto para sacar a su hermana de ese infierno.
– Espérame unas semanas– pide a Margarita. La abuela enjuga la boca a su nieta con un trapo limpio– y vendré a buscarte.
Pero pasa el tiempo y el hermano mayor no vuelve. ¿Le habrá pasado algo?, piensa Margarita. Como sea, al cabo de un mes decide huir de casa. Tiene dieciséis años y está en la calle, sin un duro. Va pidiendo a los camiones, a las combis, que la acerquen hasta Ollantaytambo, por el valle del Urubamba. La gente que va encontrando por el camino le da de comer.
Al día siguiente de llegar a Ollantaytambo se cuela como polizonte en uno de los servicios de tren que van hacia Aguas Calientes. Por la tarde, consigue trabajo en un restaurante. Ha tenido suerte. Su contrato informal es simple: trabaja tres o cuatro meses, descansa uno. Los dueños no pueden hacerle un contrato fijo porque es menor de edad. Así pasa ese tiempo, atendiendo a los turistas que se acercan a pedir menús a la fondita, durmiendo en un trastero, tras la cocina y el patio.
Margarita logra ahorrar algunos soles y cuando le toca el mes de descanso acordado viaja al Cusco. Al llegar, deambula algunos días por la ciudad, sola. Duerme sentada, apoyando su cabeza sobre una de las columnas del templo de La Merced, en plena calle, mientras turistas israelíes, argentinos y españoles van de bar en bar en una juerga monumental, y jaladores apostados alrededor de la Plaza de Armas ponen en sus manos ofertas de entradas a discotecas, tragos, y también drogas y sexo. A la mañana siguiente desayuna en el mercado y la dueña de la emolientería –que ya la ha visto regresar a su puesto varias veces– le ofrece un trabajo.
– Te pago 300 soles al mes por cuidar a mi wawa– le dice.
Margarita acepta.
No durará en el trabajo más de una semana. La patrona de la casa tiene una prima que le ofrece 1500 soles mensuales por ir a trabajar a una chichería en Mazuco, eso, más las propinas que los clientes quieran darle.
– No hay tiempo que perder– le dice la tratante– salimos mañana en la madrugada. ¿Tienes algún documento? Dámelo.
No ha terminado aún de salir el sol y Margarita ya está en un bus, cruzando la zona alto andina de Urcos, rumbo a La Pampa. Por la tarde, nada más llegar a la zona minera, la tratante entrega sus documentos a la dueña del local donde se quedará trabajando. La chica se extraña: los perros zombies de Mi nombre es Leyenda hurgan entre las basuras de un camino polvoriento, parapetado de ferreterías y chinganas de mala muerte a un lado y otro. No parecen chicherías, piensa , no al menos como las que hay en los caminos rurales del Cusco: casas de adobe con un recibidor oscuro y bancas moldeadas en bloques de barro sobre las que los dueños colocan pellejos de carnero y una ventana de la que se extiende un palo de eucalipto y una bolsa roja amarrada en la punta que indica a los caminantes que allí se expende chicha de jora.
La dueña del prostibar le dice que su horario irá de las cuatro de la tarde a las seis de la mañana del día siguiente, y que su trabajo consistirá en incitar a los clientes a que consuman el mayor número de cervezas.
– Pero yo soy menor de edad –arguye– no puedo tomar.
– Puedes tomar gaseosas, y cerveza negra, que alimenta bastante y no emborracha –contesta el administrador del prostibar.
Margarita tiene terminantemente prohibido salir de la chingana a la calle.
– Hay gente muy peligrosa –le advierten.
Pasan tres meses. Margarita de milagro no ha sido aún prostituida. Toma con los clientes, y los hace tomar, hasta las seis de la mañana. Pero no se acuesta con ellos, como sus demás compañeras. Noventa días, y sigo siendo virgen, piensa en la nonagésima noche de su estadía en La Pampa.
Pero no pasará mucho tiempo antes que deje de serlo. Eventualmente se emborrachará con algún minero, éste ofrecerá llevarla a uno de los inmundos cubículos donde los mineros se acuestan con las chicas, que ahora beben cervezas en la terraza, acordará con la dueña un monto, y Margarita quedará iniciada en la prostitución.
Minutos después dos mineros comienzan una riña. Se ha armado una bronca monumental. Los gorilas del prostibar los echan a la calle (o lo que en aquel lugar funge como calle).
Son las ocho de la mañana. Margarita no se ha ido a dormir cuando una camioneta de la policía se estaciona frente al prostibar. La dueña del local ordena a las chicas que se escondan en la parte posterior de local. La señora está nerviosa.
– ¿Qué pasa jefe?
– Anoche hubo aquí una pelea. Y esta mañana ha aparecido el cuerpo de un minero cosido a cuchilladas en una cuneta. Testigos afirman que ese hombre había estado tomando aquí. ¿Quién atendía a los clientes?
Margarita, que vuelve del baño rumbo a su habitación pasa por donde la policía y los fiscales realizan la diligencia, responde
– Yo jefe, yo atendía.
– ¿Cómo te llamas? – le preguntan– Documentos.
– No los tengo. Los tiene la señora.
– ¿Por qué tiene ella tus documentos?
Margarita se encoge de hombros.
– Traiga los documentos de la joven, señora.
La dueña del prostibar se pierde en la oscuridad del local, y luego vuelve con el DNI amarillo de Margarita.
– Pero, esta chica es menor de edad.
La policía detiene a la mujer por trata de personas.
Rescatan a Margarita del prostibar, pero no saben qué hacer con ella. La derivan a la Defensoría del Pueblo. La Defensoría del Pueblo tampoco sabe qué hacer con ella, salvo el albergue de la Asociación Huarayo, en Mazuco no hay albergues infantiles.
Margarita es acogida en una mezcla de orfanato y guardería.Esa misma tarde, ingresan al albergue de la Asociación Huarayo otros dos niños.
Son los hijos del minero muerto en la pelea.
La tratante es trasladada a Puerto Maldonado, con una orden de arresto preventivo. Su bar cierra un par de días. No ha pasado más de una semana, y la hija de la tratante que a punto estaba de prostituir a Margarita –una niña que tiene exactamente su misma edad– abre las puertas del prostibar al público, y en ese mismo instante aquella adolescente se convierte en tratante de mujeres.
El mismo día de su cumpleaños, Margarita pasará a ser legalmente una adulta y no podrá quedarse más en el albergue. Volver a casa de su padre no es una opción. Tiene 17 años y no sabe qué hacer con su vida.
DATO
La pequeña ciudad de Mazuko se sitúa en la ceja de Selva, en el distrito de Inambari, departamento de Madre de Dios, a 180 km de Puerto Maldonado-
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