Los nombres de lugares como Soccos o Lucanamarca nos transportan a lo ocurrido en la sierra ayacuchana durante los años 80; los de Aucayacu, Uchiza, Vizcatán, se nos fueron haciendo familiares conforme la confrontación se expandía por las montañas de la selva central. Pero Kiteni, Kepashiato o Poyentimari, donde hoy se presenta SL, no aparecen en nuestra memoria de la época. Son voces matsiguenkas y los matsiguenkas nunca se involucraron en esa guerra.
Esto se debió en parte a que es un pueblo muy tolerante, al que tradicionalmente siempre le ha gustado evitar los conflictos; cuando al matsiguenka le molesta la presencia de alguien, sencillamente agarra su familia y sus cosas y se va a otro lugar, total, para eso está la selva. Estaba, más bien, porque hoy ya no viene quedando mucho sitio a donde ir.
Pero lo que más los preservó de pasar por las tragedias que sufrieron sus primos ashaninkas fue que mientras que éstos viven entre los ríos Apurímac, Ene y Tambo, geográficamente muy vinculados a lo que en la sierra fue la zona central del conflicto, los matsiguenkas viven algo más al sur, entre el Urubamba, el alto Madre de Dios y el Manu.
Entre el VRAE y el Urubamba existe una cordillera selvática muy abrupta que los protegió de la presencia de senderistas, emerretistas, narcotraficantes, policías, militares y de todos los agentes que con o sin justificación impusieron la política de la muerte en el otro lado de la densa selva.
Densa selva, final del mundo, hogar de nativos incontactados, pumas, víboras y jaguares. Luego de esa última cordillera las aguas de ambos lados se unen y ya en la selva baja forman el Ucayali. Sendero nunca supo caminar en esos escenarios.
Así los matsiguenkas siguieron viviendo sin más conflictos sociales que los generados por las operaciones del consorcio que explota los yacimientos de gas en Camisea. Entonces, ¿qué fue lo que pasó, por qué es que ahora tenemos a Sendero donde antes, incluso en sus mejores tiempos, nunca había podido desenvolverse?
Lo que pasó tuvo que ver precisamente con Camisea, con el canon de Camisea. El problema es que este dinero nunca se destina a las poblaciones directamente afectadas por las operaciones extractivas sino que va a parar al presupuesto del municipio de Echarate, distrito creado seleccionando el último pueblo no indígena al que se le adjudicó políticamente una selva inmensa poblada por matsiguenkas que en aquélla época no tenían ni voz ni voto. Durante más de 100 años fue una anodina sede burocrática hasta que en la lejana Camisea se encontró el gas y empezó a llegar el dinero del canon.
Y lo que el municipio de Echarate decidió hacer con ese montón de plata fue una carretera que atravesó la selva protectora y vinculó directamente al alto Urubamba con el VRAE. La trocha fue terminada hacia fines del 2009. Por esa época un comunero matsiguenka me contó que había visto ya una columna senderista que marchaba por las colinas del frente. Un año después tres policías y un fiscal fueron asesinados cerca de ahí mientras cumplían una comisión de servicio cotidiana en su trabajo. Nunca se debió construir esa carretera, pero se hizo y cualquier lugareño informado te dirá que eso fue para el negocio de la coca. Las obras se planificaron sin los controles que la ley exige a gobiernos regionales y provinciales, pero exonera a los municipales.
La burocracia central, en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, facilitó irregularmente la reclasificación municipal del proyecto. Eran los tiempos de la administración del perro del hortelano y les parecería que tener contemplaciones con el ingreso traumático que implica la construcción de una carretera en medio de una selva virgen sería un asunto de caviares.
Hay una manchita de burócratas que gobierno tras gobierno se viene manteniendo en cargos de confianza desde los que la administración pública del Perú debiera ejercer ciertos controles ambientales porque en su condición de técnicos calificados (son una maravilla, lo aprueban todo), son parte del combo que los ganadores de elecciones presidenciales se compran con el acuerdo para mantener la continuidad del círculo virtuoso de crecimiento económico.
Las consecuencias de la insensatez están ahí: una nueva región del país a ser integrada en la economía del narcotráfico y una población indefensa ante las fuerzas que afilan sus armas. Quizás todavía estemos a tiempo para destruir, reforestando, esa bendita carretera.
En este momento se están perpetrando otros dos planes carreteros barbáricos. El primero es el que ejecuta el Goremad para unir la región del alto Madre de Dios a Puerto Maldonado. La vía ya ha avanzado atrayendo población maderera hasta Nuevo Edén, cuando llegue a Boca Manu el Parque Nacional del Manu, tal como ahora lo conocemos, habrá empezado a desaparecer para siempre. Cuando llegue a Boca Colorado abrirá la ruta para nuevas hordas de mineros informales que agregarán su cuota de mercurio al agua que bebe Puerto Maldonado, ciudad desde la que se está planificando y ejecutando esta locura.
El otro despropósito vial es el proyecto del alto Purús que promueven parlamentarios fujimoristas y pepekausas en el Congreso de la República. Se trata de una obra inmensa que discurriría en unas líneas rectas cuya única lógica geográfica es evitar traspasar la frontera del Brasil, irrumpiendo en el corazón de un conjunto de zonas reservadas por ambos países en donde aún queda caoba.
Esta región es además el territorio de los mashcopiros, nativos incontactados muy beligerantes que llegaron ahí desplazados por los madereros desde el río de Las Piedras. Ya no les queda donde ir. Si avanza la carretera, será su exterminio. Alguien debería avisarle al parlamentario Tubino que eso sería un crimen de lesa humanidad (no prescribe), y que además la tala y venta de caoba son un negocio ilegal en nuestro país.
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