Que vivía en pecado, vestida como el diablo la trajo al mundo, fue lo primero que aprendió Nawanica –hoy llamada Melita Campos Rodríguez– del mundo cruel. Tenía 12 años en 1959 y solo se cubría la piel con un collar de granos rojos en el cuello y un disco de concha nacarada en la nariz. Los predicadores estadounidenses Clifton Russell y James Davidson encabezaban una agreste evangelización protestante en esos años (otra extirpación de idolatrías). Y la desnaturalizaron en el santo nombre de Dios.
Carne de pescado y la vergüenza de su cuerpo eran inconcebibles para ella y para los isconahuas, el legendario pueblo nómade, neolítico e indócil, con el que vivía tramontando selva adentro, lejos de ríos grandes, en lo más inexplorado de la cuenca del Ucayali. Isconahuas significa “hijos del páucar” [ave que puede imitar el cantar de las otras] y son un mito huraño hasta hoy: un centenar viven aún en aislamiento voluntario.
Nawanica-Melita es una de los últimos cinco ancianos sobrevivientes de una acallada historia de asimilación y segregación a la vez y la última maestra de un idioma soterrado y precioso que enseña a sus dos nietos para resistir la extinción. A seis horas de Pucallpa, en la comunidad de Callería, Melita vive en radical pobreza, su casa ha sido destruida en una inundación y siendo anciana, crudamente vuelve a ser nómade. Mientras el destino sigue cruento: su evasivo pueblo continúa padeciendo el acoso de madereros y mineros ilegales y petroleros legales, porque el Estado no aprueba la creación de la reserva nacional de Sierra del Divisor, en la frontera con Brasil, que los protegería por fin.
Y sin embargo, Melita acaricia, ríe vaporosa y aprieta en abrazos como es la costumbre milenaria isconahua.
Historia del contacto
En Sierra del Divisor, entre formaciones lunares,hay un inaudito cerro volcánico de 800 m llamado El Cono, el gran apu isconahua. “Mi abuelita era allí la chamana, cuando había enfermos les chupaba el mal. Fumaba tabaco y soplaba e ‘icareaba’ [cantar sonidos chamánicos]”. Los isconahuas son cantantes y coquetos. Melita recuerda una canción de seducción: “Isacoro istori, isacoro istori, ipohuaca sari, ipochuaca sari, panahuaca sari, huaqui haca sari”. “Era broma, primero le cantábamos al hombre que tenía el pico [pene] grande y luego que le apestaba”, y Melita se rastrilla de risa.
‘Inanuya’ significa ‘te quiero’. Cuando llegaron los predicadores, su esposo Winicura –luego llamado Pablo– solo tenía 16 años, un hueso de pata de venado por cuya hendidura sacaba el prepucio y heridas frías de perdigones de soldados brasileños (estos los capturaban cada vez que las exploraciones petroleras arrasaban una zona virgen sin fronteras políticas). Por estrategia de sobrevivencia, los isconahuas andaban siempre en grupos muy pequeños, que se juntaban en meses y en zonas fecundas, celebraban rituales y bailes con chicha fermentada y plátano maduro, y se separaban.
‘Najaguataiteiki purukua’ significa ‘ya están viniendo’. Cuenta Melita que, paradójicamente, fue la presencia de los supuestos civilizadores lo que los volvió brutales. “Teníamos que abandonar todo, nuestro líder Chachibai ordenó que enterraran vivos a bebitos, hacía abortar a las mujeres, estaba loco”.
Los jóvenes se rebelaron y fueron accediendo al contacto. Desde avionetas, los portadores de ‘la verdad’ les lanzaban alimentos en el Alto Utuquinia, a 10 km al noroeste de El Cono y, por río, llegaron con dos guías shipibos Roberto Rodríguez y Sinforiano Campos. (Meses después los contactados asumirían sus apellidos).
Lo que ocurrió después, sí debía dar religiosa vergüenza. Unos 25 incautos fueron llevados a la guarnición militar, donde pasaron dos años de encierro y aculturación. Hasta que fueron trasladados a una iglesia evangélica de la SAM (South American Mission) en la restinga shipiba de Callería. “No nos daban nada, nos sacaban sangre y nos tomaban fotos”. Como conejillos de laboratorio. Y allí serían abandonados a su mala suerte.
‘Majabataitei’: ‘me está doliendo mi barriga’. Con cólicos misereres y neumonías murieron atrozmente hasta hoy, que solo quedan cinco. La vida de contactados fue paupérrima. Pablo trabajaba de peón y con una chacrita a cuestas. Melita aprendió el castellano y el shipibo en dos años y tuvo cuatro hijos: dos murieron y ella tuvo que criar a dos nietos huérfanos, Jefferson y Etelvina. “Siempre me he sentido de ningún lado”, suspira. Hoy, ‘Jef’ tiene 22 años, sufre de epilepsia, y ‘Etel’ tiene 12 y no estudia. “Pero saben isconahua”, prorrumpe Melita. Son los dos últimos jóvenes que resguardarán el ‘yushin’ [espíritu] de su idioma, para que su ‘chaita’ [abuelita] siga riéndose traviesa de todos los que hablan de diablos y vergüenzas (Miguel Ángel Cárdenas).