Indefinición en la política antidrogas

El Comercio. La política antidrogas del Perú fue uno de los temas analizados en los foros y entrevistas a los que asistió la semana pasada el primer ministro, Salomón Lerner Ghitis, en Estados Unidos.

Hasta el momento, nuestro país no puede exhibir una hoja de ruta concreta sobre las estrategias que aplicará en el corto y mediano plazo en este terreno.

Salvo los planes expuestos por Devida, aún insuficientemente sustentados, no se sabe cuáles serán las acciones en materia de interdicción, control de insumos químicos, desmantelamiento de las organizaciones narcotraficantes y promoción de cultivos alternativos, como el cacao o el café.

Somos el principal productor de café orgánico del mundo, nos ubicamos en el séptimo puesto del ránking mundial de exportación y en el décimo de los países productores de café, y atendemos el 25% del mercado estadounidense.

En el quinquenio aprista, prácticamente no se hizo algo significativo a favor de la guerra antinarcóticos.

Por eso, como en una crónica anunciada, esta semana se confirmó que el Perú ostenta el penoso estatus de primer productor mundial de cocaína.

Para la Dirección Estadounidense Antidroga (DEA), se produce 325 toneladas de cocaína con el apoyo de Sendero Luminoso, que protege el 45% de ese volumen y los carteles mexicanos.

Además, se asegura que la cocaína peruana se destina a Europa, Asia y Australia, lo que debería comprometer a esas naciones a participar en una estrategia conjunta como países destinatarios de la droga.

En lo que va de este gobierno, se han producido algunas capturas de narcotraficantes y decomisado volúmenes de pasta básica. Igualmente, se cerraron varios grifos –la mayoría informales– ubicados en zonas cocaleras y se ha anunciado que se financiaría a algunos campesinos para que desarrollen cultivos diferentes a la coca.

Pero dichas medidas resultan aisladas, si no se formulan dentro de un plan global que enfrente al narcotráfico desde diferentes enfoques y con una perspectiva sostenida.

El caso de Colombia es un ejemplo de cuán difícil es enfrentar el tráfico ilícito cuando se ha infiltrado en las bases del Estado y convertido territorios en enclaves, donde la autoridad no tiene acceso. Lo mismo puede decirse de México, embarcado en una sangrienta guerra con los carteles de la droga.

En ambas circunstancias, se han aplicado medidas radicales, como la erradicación forzosa de cocales y otras represivas que, si bien no han podido erradicar al enemigo, por lo menos lo están debilitando.

El camino que debe recorrer el Perú será igual de engorroso. La inacción en la lucha antidrogas ha sido demasiado prolongada, mientras que otros países productores o de tránsito de la cocaína sí cumplieron con aplicar una serie de medidas de erradicación e interdicción que han golpeado fuertemente a las mafias.

La mala noticia es que, desde hace varios años, los delincuentes se han instalado en nuestro país, se mueven en la ceja de selva y en la costa, y movilizan la droga por las vías terrestres, aéreas y fluviales. Otro indicador de la inseguridad que esto ha creado es la ola de asesinatos productos del sicariato, que no parece preocupar a nadie.

El gobierno del presidente Ollanta Humala tiene que reenfocar la lucha contra el narcotráfico antes de que el Perú termine por convertirse en un narcoestado, con las consecuencias que ello acarrearía para una sociedad como la nuestra, que apunta a desarrollarse económica e inclusivamente. Nada de eso será posible si perdemos la guerra contra los carteles de la droga.