El Comercio. Al margen de la creación del Ministerio del Ambiente, los últimos cinco años se han caracterizado por cierta continuidad y mucho de inercia en la política ambiental. No contamos aún con una institucionalidad legítima y eficaz, que nos aleje de la senda de una insostenibilidad que daña el patrimonio natural, deteriora la calidad de la vida de las personas y siembra condiciones para los conflictos sociales. El país nos reclama corregir este déficit.
¿Qué hacer? En primer lugar, definir objetivos de política ambiental que expresen las prioridades nacionales y sean acompañados por un conjunto claro de indicadores y metas para el quinquenio, facilitando la evaluación del desempeño gubernamental.
¿Cuáles son los estándares de calidad ambiental que debemos alcanzar, y cuándo los fijaremos? ¿En qué grado reduciremos la pérdida de bosques? ¿Qué porcentaje del PBI se invertirá en la gestión ambiental, pública y privada? Un norte bien definido contribuirá decisivamente a impulsar un compromiso nacional con su logro, e incluir no solo al Estado, sino al sector privado y a la ciudadanía en general.
No se alcanzarán dichos objetivos sin una gestión intergubernamental coordinada y coherente. Solucionar problemas concretos exige la actuación conjunta de los gobiernos nacional, regional y local mediante mecanismos institucionalizados. Además, de nada servirá todo este empeño si no se articula a las otras políticas públicas, identificando las sinergias entre lo ambiental y las diversas áreas que concitan la atención ciudadana.
En segundo lugar, es necesario relanzar el Ministerio del Ambiente y consolidarlo con las atribuciones y recursos que le permitan ejercer una real rectoría de la política ambiental. Tanto la Autoridad Nacional del Agua como el novísimo Servicio Nacional Forestal y de Flora Silvestre deben ser adscritos al sector Ambiente.
Por otro lado, los ministerios que, por cierto, no han cumplido con adecuarse al nuevo reglamento de evaluación de impacto ambiental no pueden ser los entes que evalúen y autoricen las actividades extractivas y productivas que ellos mismos promueven. Por ello, la evaluación de impacto ambiental (EIA) debe ser aprobada por el sector Ambiente y los gobiernos regionales.
El Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental debe ser reformado y potenciado para convertirse en un evaluador y fiscalizador confiable de las actividades de gran escala, disponiendo que los de mediana y pequeña escala estén en manos de los gobiernos regionales, luego de un proceso ordenado de transferencia, precedido de la creación de capacidades efectivas de gestión.
Los ministerios solo deben encargarse de velar por el adecuado contenido ambiental de las políticas y normas que emiten o por los proyectos que ejecuten.
En tercer lugar, dictar las decenas de normas pendientes de calidad ambiental, modernizar la EIA (y la fiscalización), así como financiar la remediación de los pasivos ambientales y los planes de descontaminación.
Ordenar el proceso de otorgamiento y ejercicio de derechos de diverso tipo sobre el territorio, incluyendo los que corresponden a nuestros pueblos indígenas, enrumbándolo hacia la sostenibilidad. Esto implica hacer gestión integrada de cuencas y manejo sostenible de los bosques en serio.
No menos relevante será invertir en la investigación de nuestra riqueza natural. Debemos conocer qué tenemos para gestionarlo inteligentemente.
La ejecución de estas tareas no estará exenta de dificultades, tanto por la debilidad de la institucionalidad de partida como por los actores opuestos a la agenda expuesta.
Se requerirá una amplia comunicación y un diálogo continuo –e intercultural–, capacidad de concertación y de construcción de consensos, tanto en lo micro e inmediato como en lo macro y el largo plazo, generando las bases para una verdadera política de Estado que aporte certidumbre y confianza a todos, marcando un camino de continuo mejoramiento de la gestión ambiental.