Cuarto Ambiente. Una periodista brasileña que me visitó hace unos días me confirmó lo que algunos ya sospechábamos hace tiempo: sólo en su estado, el sureño Rio Grande do Sul (por cierto, fuera de la Amazonía) existen decenas de miles de hectáreas de camu camu, “nuestro camu camu”, según algunos ilusos.
En otros estados hay mucho más, por lo visto. Me explicó que las plantaciones no pertenecen a grandes empresas, sino a cientos de pequeños y medianos agricultores, que tienen desde unas pocas hasta centenares de hectáreas.
De momento están abasteciendo con el camu camu el mercado interno de Brasil, pero es previsible que pronto ocurra lo que ocurrió hace algunos años con el guaraná y el assaí, otros dos frutos amazónicos con los que este país ha invadido los mercados mundiales.
Brasil lleva años invirtiendo millones en investigación y promoción del cultivo del camu camu y otras especies amazónicas promisorias, mejorando y estandarizando variedades, y explorando mercados, con una muy clara visión de futuro y de negocios.
¿Dónde quedaremos nosotros, con nuestros pequeños proyectivos de promoción, y más pequeños proyectos de investigación, y unos ‘empresaurios’ pensando más en saquear lo que hay que en manejar, producir y dar valor agregado a nuestros recursos naturales?
Pero la noticia de mi amiga brasileña me provocó otra reflexión: se está impulsando el ingreso de grandes empresas agroindustriales a Loreto, como en toda la Amazonía peruana, con el discutible argumento de que traen grandes inversiones y van a dar trabajo a la gente.
Se trata de una visión vertical del desarrollo, de arriba abajo, que nace del modelo neoliberal más puro y duro: el gran capital es el único que puede generar riqueza, y a la gente pobre y humilde no le corresponde otra función que la de vender barato su fuerza de trabajo –a veces también su propia tierra-, y comprar dócilmente lo que le vendan las empresas.
La hija putativa de este modelo, la teoría del chorreo, alucina que algunas migajas de prosperidad caerán gradualmente de la mesa de los ricos para que los pobres puedan saciar su hambre un poquito… ¿Es esto lo que queremos para la Amazonía?, me pregunto, y estoy seguro que se preguntan muchos.
Bien, yo he hecho esa pregunta en varios escenarios, y la respuesta suele ser la misma. La ejemplificó bien un amigo campesino del Huallaga, don Abel Torres: “No quisiera tenerle pena un día a mi hijo viendo cómo le maltratan los patrones de una gran empresa; no hay patrón bueno. Prefiero que mi hijo viva pobre como yo, pero libre”.
Hace un par de años, cuando la famosa “Ley de la Selva” (el infame anteproyecto de Ley 840, y su primo hermano, el de Restingas) provocó las primeras protestas de los amazónicos, el presidente regional de Ucayali me invitó a hacer una presentación en una gran asamblea popular convocada en Pucallpa para debatir sobre esta ley y sobre el futuro de la región en general.
Cientos de asistentes, entre los que destacaban decenas de dirigentes indígenas Shipibos, Yines y Ashánincas, se agolpaban en el auditorio municipal para escuchar las exposiciones de ministros, congresistas y empresarios.
Luego de hablar de las posibles alternativas de desarrollo para la Amazonía, pregunté a los presentes si preferían trabajar como peones para una gran empresa, digamos de agrocombustibles o maderera, y ganar algo más de dinero, o si preferían manejar su propia pequeña plantación familiar de palma o camu camu, o su pequeña empresa comunal maderera, ganando quizás algo menos pero conservando su autonomía: el rugido de los asistentes a favor de esta última opción no dejó ninguna duda de que el chorreo y el modelo de desarrollo vertical no convence a los amazónicos.
Aquí entra a tallar el dilema clásico de la eficiencia vs. legitimidad e inclusión social: en términos estrictamente económicos, una dictadura o una empresa transnacional pueden ser muy eficientes, pero en legitimidad y sostenibilidad social, que por cierto suele estar muy ligada a la sostenibilidad ambiental, cero.
Los imperios totalitarios como el Romano o el Incaico fueron muy eficientes en términos económicos, produjeron excedentes de alimentos inusitados para la época, pero sobre la base del trabajo forzado y el terror de las armas.
Las grandes empresas, salvo rarísimas y modestas excepciones, tienen como principio y valor absoluto la maximización del lucro, a costa de los derechos de la gente, del ambiente, de la ética, de la ley o de lo que sea. Los extremos y distorsiones a los que puede llegar la divinización del lucro han sido duramente cuestionados hasta por el Vaticano.
Para quien quiera profundizar más en el debate de pequeño vs. grande en economía, le aconsejo el clásico “Lo pequeño es bello” (Small is Beautiful) del economista inglés E. F. Schumacher, uno de los 100 libros más influyentes del último medio siglo, según The Times.
Cabe resaltar que el extraordinario desarrollo agropecuario de EE.UU. o de Europa, por cierto, no fue impulsado por grandes empresas, sino por millones de pequeños y medianos agricultores, que defienden celosamente su autonomía frente a algunas grandes empresas agroindustriales que han comenzado a surgir en las últimas décadas.
Los peones de las enormes plantaciones de palma aceitera de Malasia –los “desiertos verdes” del trópico- son conocidos como los “esclavos del siglo XXI”, por las paupérrimas condiciones laborales, sociales y ambientales que padecen, pues viven permanentemente en un ambiente casi estéril y saturado de agroquímicos.
¿Eso queremos para Loreto? En todo caso, los inversionistas podrían buscar aliarse con pequeños y medianos productores amazónicos, para que manteniendo éstos su autonomía y la propiedad de sus tierras, reciban apoyo técnico y crediticio, y vendan su producción a la empresa; producción que en lo posible debería ser orgánica, para proteger los más estratégicos recursos de la región –el agua y los recursos pesqueros, en grave riesgo si se extienden los monocultivos industriales en la Amazonía.
Para los indígenas y pequeños campesinos o madereros amazónicos, la ganancia es importante, por supuesto, pero creo no equivocarme al decir que no es “lo más importante” (también hay excepciones, claro está). Los valores familiares y culturales, la fiesta, el celebrar con los amigos, el disfrutar de independencia para hacer lo que le plazca, de libertad y de tiempo libre, suelen estar por encima de la ganancia pura y dura, y por eso a veces a los amazónicos son tildados de haraganes, porque teniendo oportunidad de ganar más plata no lo hacen.
El que vive sólo para el dinero, y tiene su alma envenenada por el afán de lucro, no puede entender que otras personas tengan, también, otros valores y prioridades.
Loreto necesita con urgencia inversión y fuentes de trabajo, nadie lo duda. Pero antes de embarcarse en modelos de desarrollo como los citados más arriba, y de enajenar el patrimonio natural de la región en manos de grandes empresas regidas por el ánimo de lucro antes que por el bien común, debería haber un gran debate regional para que la gente se informe de las alternativas y opciones, de los riesgos y oportunidades, y decida en consecuencia, de forma libre e informada.
Con información transparente y veraz por delante se puede construir consensos y conjugar esfuerzos por un desarrollo realmente sostenible e inclusivo. En caso contrario, sin duda le esperan a la región conflictos sociales y ambientales cada vez más frecuentes, como los que están paralizando algunas regiones del Perú, y los que sufre crónicamente Loreto en las zonas petroleras.
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